29 de noviembre 2022, El Espectador
Distintos interlocutores y momentos; distintas promesas y premisas. Pero en el fondo el acuerdo de paz firmado hace 6 años entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, y el que empieza ahora entre el gobierno de Gustavo Petro y el ELN, tienen un común denominador: que en Colombia dejemos de matarnos; que se respete la vida de los ciudadanos, del agua, del aire y de la tierra; que se callen las armas y se le dé voz, voto y verdad a una auténtica democracia. Para eso es preciso conocer y reconocer la historia; pedir y ofrecer perdón; y que los combatientes –estatales y subversivos–, cambien la degradación del enemigo, por el respeto a los derechos del opositor.
Las instancias nacidas del Acuerdo de Paz con las FARC han permitido armar los rompecabezas de las distintas verdades, y encontrarnos como lo que somos: seres humanos equivocados, arrepentidos, capaces de inspirar y generar emociones bellas, horrendas y profundas. Nos han ayudado a ser menos binarios y más genuinos; a comprender que no se trata de doblegar el hemisferio de los malos frente al hemisferio de los buenos, porque doblegar no sirve de nada y porque nadie es tan químicamente malo como muchos afirman, ni tan pretenciosamente bueno, como tantos se muestran.
Más de 13.000 exguerrilleros de las extintas FARC dejaron las armas. Esperemos que en estos 6 años hayamos comprendido que es una pésima idea convivir y conmorir con el odio; que la firma del acuerdo nos dio la opción de construir simbiosis emocionales y sociales, y desarrollarnos no como túneles aislados –proclives a la oscuridad y a las rupturas– sino como un territorio sin miedo, atravesado por cientos de caminos diversos, en los que nos quitaremos los estigmas de víctimas y victimarios, para llamarnos simplemente colombianos.
La justicia transicional empezó a funcionar en marzo del 2018, y en estos 4 años ha dado más resultados y ha logrado rehumanizar más la vida y la muerte, que 60 años de justicia ordinaria.
La Comisión de la Verdad oyó, contrastó y publicó análisis y testimonios que visibilizaron la degradación de la guerra, y en su informe le contó a Colombia y al mundo las brutalidades de las que fuimos capaces; y nos preguntó dónde estábamos mientras las comunidades se desangraban, y cómo permitimos que la muerte galopara como una fiera desbocada, por los cuerpos y almas de millones de hermanos. Algo tenemos que haber aprendido de semejante lección tan dolorosa.
Comienza otro proceso de paz –el 6º con el ELN– y tiene una particularidad inédita: el presidente de Colombia, luego de su travesía por la insurgencia, lleva más de 30 años trabajando por la paz; conoce desde adentro causas, mecanismos, fracasos y efectos de la violencia. A Petro no le han contado la guerra, ni el abandono del campo y la pobreza de la Colombia profunda: él los ha palpado desde adentro y por eso hará cuanto esté a su alcance para que terminen la violencia armada y la violencia social de un país que sí tiene remedio.
Éste es el momento más propicio para que el ELN recapacite y demuestre de una vez por todas que es capaz de cosas más inteligentes que aferrarse a una guerra.
Este gobierno no es perfecto, pero es evidente que le duelen los muertos, cumplirá lo pactado con las FARC y creo que firmará la paz con el ELN. Además –al frente del concepto y del manejo intelectual y político– un filósofo de la paz, el senador Iván Cepeda, hace que uno sienta que el país tiene en sus manos, en su razón y corazón, casi todo lo necesario para lograr y afirmar “violencia, nunca más”.