La población mundial aumenta al ritmo veloz de las desigualdades.
Como en un sistema de vasos comunicantes, el incremento de seres humanos sobre la faz de la Tierra no se refleja en prosperidad, sino en capacidades reducidas de supervivencia, en bajas tasas de crecimiento económico de los países no industrializados, mayores riesgos de provocar el colapso de los recursos naturales y unos indicadores de desarrollo en franco retroceso para las naciones del hemisferio Sur. En este escenario, difícil de medir y comprender en toda su dimensión, los habitantes más afectados por este fenómeno resultan ser los más vulnerables.
El hecho de alcanzar esa cifra simbólica obliga a reflexionar sobre la situación tan desigual en la que vive el segmento infantil de las sociedades. Con especial fuerza durante los últimos años por los efectos de la pandemia, niñas, niños y adolescentes se han visto recluidos en espacios limitados, alejados de su entorno social y muchos de ellos sometidos a la violencia doméstica y al rezago escolar; han experimentado los efectos más devastadores para su desarrollo físico y psicológico, en una etapa crucial de su vida. Ante la realidad de un sistema político y económico que los excluye de las oportunidades por su incapacidad para incidir en las decisiones que afectan su presente y su futuro, este segmento social ha quedado relegado en el goce de sus derechos fundamentales de manera indefinida.
En países como los nuestros -el gran continente americano lleno de riquezas- es mas que evidente la pérdida de acceso de la niñez a las oportunidades de educación, alimentación y atención en salud. Los recursos destinados a paliar -entre otras urgencias- la desnutrición crónica en los primeros años de vida, no representan un tema prioritario en naciones gobernadas bajo la regla de la concentración de la riqueza, la captura de los recursos nacionales en manos privadas y la explotación de la fuerza de trabajo bajo las consignas del neoliberalismo más descarnado. Estos factores no solo causan una grave marginación de las políticas públicas y las iniciativas de desarrollo social, sino impactan en el futuro de los países y obstruye sus posibilidades de avanzar.
El haber alcanzado la cifra de 8 mil millones de seres humanos, cuyas necesidades superan de lejos la posibilidad de satisfacerlas, solo tiende a alimentar las desigualdades y exacerbar los odios, permitiendo la consolidación de movimientos fascistas y retrocediendo a los peores momentos de la Historia, con supuestos planes para reducir la población quitando de en medio a los más necesitados: migrantes; pueblos originarios marginados del desarrollo y desplazados de sus territorios; y, de paso, a quienes no poseen los recursos ni la capacidad para defender sus derechos.
El único recurso posible para establecer un cierto equilibrio entre los sistemas imperantes y las oportunidades de desarrollo con orientación hacia el respeto por los derechos humanos, es una alineación de prioridades con acento en la redistribución justa de la riqueza, la imposición de medidas radicales para reducir el impacto ambiental y un consenso entre los poderes corporativos -cuyo dominio es incluso superior a los poderes de los Estados- con el propósito de contribuir a detener la crisis climática. Todos ellos, objetivos que ya han sido ampliamente discutidos, plasmados en documentos firmados y ratificados, pero jamás cumplidos.
El cambio climático, sumado al aumento demográfico, es una amenaza inminente.