El 20 de noviembre de 1989 fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas la Convención de los Derechos de la Niñez, día escogido para que cada año se celebre el Día Mundial de la Infancia. Chile ratificó la convención un año después en agosto de 1990 abriendo las puertas del Palacio de La Moneda a cientos de niñas, niños y jóvenes en una ceremonia encabezada por el entonces Presidente Aylwin.
UNICEF (Fondo de Naciones Unidas para la Infancia) nos ilustra señalando que: “La Convención cambió la perspectiva que se tenía sobre la infancia: a partir de este tratado, niños y niñas ya no se consideran propiedad de sus padres ni beneficiarios indefensos de una obra de caridad; son seres humanos y los titulares de sus propios derechos”.
El convenio se basa en cuatro pilares: la no discriminación, el interés superior del niño, su supervivencia, desarrollo y protección y su participación en decisiones que le afecten.
Uno de los compromisos asumidos por el Estado de Chile fue incorporarlo en el Currículum Nacional de Educación. El tratar los derechos de la niñez a temprana edad en la escuela ha tenido un impacto positivo en niñas, niños y jóvenes, pero no ha sido suficientemente asumido e internalizado por adultos produciéndose una brecha generacional que afecta el entendimiento entre personas de diferentes segmentos etarios.
El interés superior del niño (Artículo 3) no debe entenderse como permisividad absoluta ni tampoco que, como adulto, yo sepa lo que es mejor para ese niño. Aún está muy presente la dicotomía entre el relajo (hagan lo que quieran) y autoritarismo (obediencia absoluta). Ante esta realidad, niñas, niños y jóvenes no logran establecer pautas de comportamiento para guiarse en su proceso de desarrollo de capacidades y habilidades para la vida.
Unos de los derechos que más hace sentido a niñas y niños, que se enseñan en tercero básico, es que tienen el derecho a expresar su opinión y a que esta se tenga en cuenta en todos los asuntos que le afectan. Conversando con docentes señalan que es normal encontrarse con diálogos que terminan con la frase: “profe, tengo derecho a ser escuchado”.
Para quienes sostienen que nuestra sociedad se ha transformado en una sociedad de derechos, pero no de deberes, es muy interesante destacar lo señalado por La Defensoría de la Niñez (2022) en el Análisis del enfoque de derechos humanos de niñas, niños y adolescentes en el currículum educativo: “se evidenció a partir de grupos de discusión de estudiantes de 8° básico y I medio al consultar por sus derechos, que los y las estudiantes los relacionaban al cumplimiento de los deberes”. No son una condicionante, pero si están relacionados.
“Profe, tengo el derecho de ser escuchado” es una declaración simple, pero de gran profundidad. Es la base para el crecimiento, desarrollo y la vida ciudadana. Cuán diferente sería la convivencia al interior de las escuelas, familias y también en la sociedad, si el escuchar fuera una práctica diaria internalizada por el mundo adulto.
Escuchar con la convicción de que un comentario u opinión de un niño o niña se reciba con actitud de entender y valorar la verdad de quien la está emitiendo y no descartarla de antemano porque “son cosas de niños” que no tienen importancia.