Acostumbrarse a vivir en un mundo incierto es una forma de supervivencia.
Uno de los efectos más puntuales de los avances tecnológicos en comunicaciones, ha sido la manera como se nos manipula desde las instancias mediáticas, con el objetivo de crear en nuestro entorno una aséptica distancia emocional respecto de acciones agresivas de los Estados. Esta especie de concierto bien afinado, dirigido a grandes audiencias, pone un especial énfasis en dar carácter de inevitabilidad a la tragedia de comunidades humanas completamente indefensas, como aquellas encerradas en un entorno bélico o quienes migran para salvar su vida. Esta táctica induce al espectador a asumir esa realidad, plasmada en imágenes, como si esta perteneciera a un mundo remoto y ajeno.
Con una habilidad maquiavélica, el torrente informativo -y, sobre todo, desinformativo- va creando un universo paralelo, en donde la concentración de la riqueza y de poder en manos de entidades inalcanzables se asume como un logro y no como una aberración del sistema que nos rige. En esa misma tónica, el retroceso en cuestión de derechos civiles y protección de los sectores más vulnerables -mujeres, niñez, adultos mayores, pueblos originarios, personas en condiciones de discapacidad- se consolida por medio de medidas arbitrarias y abiertamente discriminatorias.
En una década ya avanzada del nuevo siglo, destaca la manera ofensiva y abiertamente patriarcal como se mantiene el cerco contra el derecho de las mujeres de administrar su vida reproductiva de acuerdo con su propio criterio, o el silencio en torno a las prácticas misóginas de Estados que las condenan a un estatus de indignidad y marginación. Para normalizar este trato echan mano a leyes contrarias a los acuerdos y convenciones internacionales de carácter obligatorio, como aquellos dirigidos a proteger los derechos humanos y combatir la discriminación. Algo similar sucede en relación a la niñez, a la cual se la continúa tratando como a un subproducto y no como a un sector de primerísima importancia.
El efecto de la manipulación mediática se traduce también en una abstracción de la realidad de los otros. Es decir, una perfecta anestesia para la conciencia cuando el golpe lo recibe otro pueblo, en una latitud aparentemente lejana. Ese devenir del “no nos importa” no solo incide en una mayor vulnerabilidad hacia acciones similares que nos afecten, sino en una pérdida de contacto con ese concepto de Humanidad, al cual sin embargo solemos recurrir cuando somos quienes recibimos los golpes.
El sistema imperante en nuestro hemisferio -neoliberal, capitalista, orientado a la concentración de la riqueza en pocas manos y a la pérdida de derechos individuales- tiene como característica específica la imposición de un modo de vida capaz de impedir o entorpecer toda acción colectiva, manteniendo a la ciudadanía enfocada en la supervivencia gracias a la incertidumbre con relación a su trabajo, a sus derechos, a sus posibilidades de progreso. El interés primordial de quienes poseen el control de la información y los medios para divulgarla, por ende, está centrado en el silencio y el conformismo, lo cual representa la base misma del sistema y garantiza su solidez. Eso les permite un espacio privilegiado para continuar con sus planes de expansión económico-corporativa, incidencia en la política global gracias a una hábil manipulación financiera y, desde esa plataforma, la decisión unilateral sobre las vidas ajenas.
El mundo es ancho y ajeno, según Ciro Alegría. Pero resultó más ajeno que ancho.