A propósito de las conmemoraciones por el tercer aniversario del Estallido Social, el presidente Boric sorprendió al país con un discurso en que afirmó que lo ocurrido en octubre del 2019 “no fue una revolución anticapitalista”. Una declaración que sin duda frustró a muchos de los que lo apoyaron como a las organizaciones políticas y sociales que han alentado las protestas en la esperanza de que el sistema que nos rige pueda sea reemplazado por otro de inspiración socialista que se proponga la igualdad social, el fortalecimiento del Estado y la participación del pueblo en la toma de decisiones.
Por cierto que la advertencia presidencial ha encantado a la derecha y al gran empresariado, aunque varios de sus voceros en realidad ya no le creen mucho al Primer Mandatario y sospechan de que todo lo que dijo ayer como dirigente estudiantil y diputado siga marcando sus verdaderas intenciones. Especialmente si en su gobierno el Partido Comunista juega un rol tan relevante.
Pero el viraje presidencial no es extraño si se considera lo sucedido en el pasado con otros de sus antecesores encumbrados al poder por un pueblo que buscaba profundas transformaciones para después terminar gobernando de la mano de los grandes poderes fácticos. Es decir, con los que se satisfacen en la democracia de mercado y la mentirosa libre competencia. Contrarios a redistribuir la riqueza, como a imponer la soberanía nacional sobre nuestros recursos básicos.
En efecto, nuestra historia nos habla de las constantes defecciones políticas y de aquellos quiebres institucionales provocados por la derecha, los uniformados y la clase empresarial cuando el sistema corre el riesgo de ser sensiblemente modificado.
Seguido a esta sorprendente sentencia presidencial, rápidamente el presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio pontificó a través de El Mercurio sobre la necesidad de “nunca más validar los métodos violentos para los cambios sociales”, con lo cual quiere dejar asentado que el Estallido Social fue una experiencia marcada por el violentismo, cuando en realidad se trató de una enorme manifestación popular y pacífica, más allá de la acción de algunos desquiciados que todavía provocan disturbios que dan cuenta de otros fenómenos que
poco o nada tienen que ver con las demandas populares. Del enseñoramiento del narcotráfico, por ejemplo.
Paralelamente, la derecha parlamentaria prácticamente ha monopolizado las iniciativas destinadas a una nueva Constitución y fustiga constantemente a las autoridades por su incapacidad para ponerle atajo a la criminalidad que campea en el país, demandando que La Moneda le otorgue más atribuciones y recursos a las policías, además de establecer la militarización extrema de la Araucanía y zonas críticas del país. Sin hacerse cargo, en ningún caso, de la oprobiosa desigualdad social, la galopante crisis económica, la impunidad y otros fenómenos que estimulan los asaltos, saqueos y tantos otros delitos que actualmente asolan a la población.
Para los poderosos empresarios, los sectores políticamente más reaccionarios y la población más irreflexiva y moldeada por los grades medios de comunicación solo sería cuestión de sumar miles de policías, importar armas y otros recursos disuasivos para imponer la paz social. Sin avenirse, por supuesto, a reformas como la tributaria y la previsional que están en la base del país desigual. Al mismo tiempo que hacen lo posible por postergar las reformas a los sistemas de salud y educación en los que flagrantemente se imponen las más agudas injusticias y se alientan todos los días la decepción ciudadana y los conflictos.
Nadie puede negar que la violencia cotidiana es actualmente el problema de mayor preocupación nacional, pero este tema, por supuesto, va de la mano con los estragos del injusto poder
adquisitivo, el encarecimiento de los productos más esenciales, la llamada estanflación y la amenaza de mayor desempleo. Por lo mismo, es de sentido común que la solución no va por
armar a las policías y renovarle impunidad a los excesos que cometen sus efectivos.
Ello nos lleva a pensar que, aunque ya no se trate de una revolución anticapitalista, la oposición empresarial y política lo que busca, de nuevo, es desestabilizar al Gobierno, sumar voluntades para un nuevo quiebre institucional que impida los cambios y, por supuesto, lleve a la Moneda a alguien como Pinochet. Ante el cual el gran empresariado no tuvo en 17 años oposición alguna a la violencia, el terrorismo de estado y el saqueo de nuestros recursos naturales. En este sentido, el presidente de los empresarios, don Juan Sutil, no le hace honor a su apellido para evidenciar públicamente su faena insurreccional.
Lo lamentable es la debilidad que expresa el gobierno de Gabriel Boric ante estos sectores, la genuflexa actitud frente a un Parlamento altamente desacreditado y maniatado por políticos
corruptos y retardatarios que se sabe, no representan genuinamente a la ciudadanía, si se considera la forma en que han sido elegidos y se han perpetuado en sus cargos. Autoridades que
son forzadas a desdecirse de lo que ayer dijeron cuando prometieron la profunda renovación de las policías, en la evidencia de la corrupción de sus oficiales y la acción criminal de muchos de sus efectivos. Los que ciertamente cometieron abusos sexuales que hoy quieren soslayarse.
Parece increíble que, después de seis meses de gobierno, la derecha y los empresarios que la digitan logren distraer a La Moneda respecto de las reformas económico y sociales prometidas y
tan ambicionadas por el pueblo. Las que debieran entenderse como fundamentales para atenuar el descontento público y cimentar una paz sobre la voluntad de justicia.