Era muy temprano cuando oí los primeros disparos, justo frente al edificio del centro de Santiago, en donde vivía. Al encender la radio comencé a tomar conciencia de la dimensión del ataque y, en la nebulosa mental inevitable ante semejante panorama, comprendí -aun sin la menor conciencia de la envergadura de la traición- que el golpe de Estado era ya una realidad. Frente a mi ventana podía observar el movimiento de soldados y el cruce de disparos. El 11 de septiembre de 1973 se quedó grabado como una de las jornadas más dolorosas imaginable, no solo por lo que significó para el futuro de Chile, pero sobre todo por la fuerza como impactó en el resto de mi vida y de la vida de millones de compatriotas.
En los días que siguieron fue posible ir acumulando información y encajar los golpes inevitables al comprender cómo lo que hasta entonces se consideraba normal, legal y cotidiano, se había transformado en una larga lista de delitos imperdonables para la cuadrilla de militares que habían asaltado el poder. A lo largo de los años, poco a poco han ido surgiendo las respuestas a uno de los hechos más violentos contra un Estado democrático, planificado desde los despachos de la Casa Blanca y ejecutado por uno de los ejércitos mejor adiestrados en el marco institucional y operativo diseñado por el nazismo alemán.
Los ecos de la dictadura chilena siguen resonando fuerte y dividen a su pueblo, a pesar de los esfuerzos por retomar la ruta hacia una democracia de participación, justicia y equidad; una democracia cuyas fortalezas no residan en privilegiar a las clases dominantes ni en hacer de la competencia por la acumulación de riqueza un hito del desarrollo, sino una capaz de sentar las bases de la igualdad. Sin embargo, el mito de la bonanza económica del país austral permanece inalterable, tanto como una imagen de superioridad que no se sostiene a sí misma frente a la realidad de un sistema de empobrecimiento progresivo, de discriminación y de pérdida de oportunidades para su población.
En mi caso, el golpe de Estado significó alejarme para siempre de ese Chile que ya no reconocí más. Un exilio que me llevó a Guatemala, otro país de dictaduras, injusticia y pobreza, pero una nación que me acogió con la bondad incomparable de su gente. En el fondo, ese migrar abrió una compuerta de empatía y curiosidad ante los avatares de nuestra realidad latinoamericana y me permitió indagar con una conciencia más despierta en los orígenes y las consecuencias de las decisiones que marcan nuestro destino. Ese 11 de septiembre, bajo el fuego de la artillería del ejército chileno contra su propio pueblo, es para mí el símbolo de la traición. A lo largo de los años, ha quedado patente y documentada la intervención perversa de Estados Unidos y cómo instrumentalizaron a un ejército hasta entonces orgulloso de su institucionalidad.
La corrupción de Augusto Pinochet, su familia y allegados -el secreto mejor guardado durante años- fue el toque final para poner en evidencia los alcances y la envergadura de los crímenes cometidos durante una dictadura la cual, desde otros escenarios del continente, se consideró la salvación de un país en bancarrota. La transición a la democracia en 1990 abrió muchas rutas clausuradas, pero dejó instalada la huella de la dictadura en su Carta Magna, una tarea pendiente cuya trascendencia todavía pasa inadvertida para la mayoría de los chilenos.
Chile y su texto constitucional manchado por la presencia de la dictadura.