En mi libro “El Vaticano y la pedofilia” -recientemente publicado por Editorial Catalonia- explico que la forma como la jerarquía eclesiástica ha encubierto la pedofilia constituye una culminación del autoritarismo extremo con que aquella ha distorsionado durante siglos el mensaje evangélico. Y ello lo ha hecho tanto en la teoría como en la práctica. Así, durante mucho tiempo la Iglesia, unida a Estados autoritarios y ella misma teniendo directamente poderes temporales (“Estados Pontificios”), desarrolló la Inquisición, institución que persiguió con saña todo pensamiento disidente, llegando al uso sistemático de la detención arbitraria, la tortura y la muerte en la hoguera. Asimismo, impulsó las “cruzadas”, las que no sólo se dieron para conquistar y mantener el dominio de Jerusalén, sino también para justificar las guerras de los Estados Pontificios en contra de otros Estados europeos (“cruzadas políticas”); las “cazas de brujas” medievales; y el antisemitismo.
Y desde el Concilio Vaticano I reforzó extraordinariamente el absolutismo papal en su interior.
Pero lo que es menos conocido es el grado de autoritarismo promovido por quienes hasta hoy día se siguen considerando como los principales “doctores” de la Iglesia: San Agustín (354-430) y Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Así, el primero señaló que “no atribuyamos la potestad de la soberanía y el imperio si no es al Dios verdadero (…) Así pues (…) entregó la soberanía a los romanos cuando quiso y cuán grande quiso; Él la entregó a los asirios o también a los persas (…) para no mencionar al pueblo hebreo” (La ciudad de Dios. Libros I-VII;
Edit. Gredos, Madrid, 2007; pp. 391-2). Y consideró que todos los gobernantes específicos y sus acciones han respondido a la voluntad de Dios: “Así también a las personas: quien la dio a Mario (cónsul de Roma entre 107 y 88 AC.), así también a Gayo César (Julio César, cónsul de Roma desde 59 a 48 AC.; en 48 se convirtió en dictador, siendo asesinado en 44 AC.); quien a Augusto (primer emperador), también a Nerón; quien a los Vespasianos, tanto al padre como al hijo –moderadísimos emperadores- también al crudelísimo Domiciano; y para evitar
recorrer cada ejemplo, uno por uno, quien al cristiano Constantino, también al apóstata Juliano, cuyas excelentes cualidades defraudó por su afán de dominar y su sacrílega y detestable curiosidad, a cuyos vanos oráculos se había entregado (…) Estos acontecimientos claramente los rige y gobierna el Dios único y verdadero, según le place; y si lo hace por causas ocultas, ¿acaso han de ser injustas?” (Ibid.; pp.392-3).
Por otro lado, hacia el final de su vida, Agustín promovió también una política de persecución a los disidentes que prefiguró la Inquisición: “He cambiado de opinión. Mi primera sentencia era que nadie debía ser obligado a aceptar la unidad de Cristo; había que obrar de palabra, luchar en la disputa, triunfar con la razón para no convertir en católicos fingidos a los que conocíamos como herejes declarados. Mas esta opinión mía ha sido derrotada no por las palabras de mis competidores, sino por estos ejemplos evidentes. Se me hizo ver en primer término que mi propia ciudad natal (Hipona, hoy Annabis en Argelia), que pertenecía al partido de Donato, se convirtió a la unidad católica por temor a las leyes imperiales (…) Así me han citado
nominalmente otras muchas ciudades (…) Por todo esto, el terror que infunden esas leyes, con cuya promulgación los reyes sirven a Dios en el temor, fue tan provechoso” (Obras completas, VIII, BAC, Madrid, 1986; pp. 621-2).
Y con la misma idea de ser voluntad de Dios, Agustín justificó la esclavitud; las “guerras justas”; la pena de muerte; la aplicación del castigo de azotes y la desigualdad económico-social: “Quisiera que me dijeseis en qué sentido los bienes o males exteriores, como riqueza o pobreza y otros, son juguete del acaso. Porque la fe católica sustrae estas cosas al poder humano para atribuirlas al poder divino” (Obras completas, XXXVI, BAC, Madrid, 1985; p. 555).
Posteriormente, Santo Tomás planteó también una interconexión entre la obediencia total a Dios y a las autoridades políticas; esto es, “el hombre debe tres cosas al soberano: fidelidad, reverencia y servicio” (Tratado de la Ley. Tratado de la Justicia. Gobierno de los príncipes; Edit. Porrúa, México, 1990a; p. 15). A tal punto que comparó la total obediencia de los súbditos al monarca, con el de las abejas a su reina (ver Ibid.; p. 277). Y estipuló también que el rey ni siquiera estaba limitado por su propia legislación: “El soberano está exento de la ley humana en cuanto a su coacción, puesto que no puede ser coaccionado sino por sí mismo, ya que la ley tiene fuerza coactiva precisamente por el ejercicio del soberano” (Ibid.; pp. 44-5). Y –contrario a un mito bastante prevaleciente- condenó el tiranicidio: “Cuando la tiranía es un exceso intolerable, algunos piensan que es virtud de fortaleza matar al tirano (…) Pero esto no está de acuerdo con la doctrina de los apóstoles, pues Pedro enseña que hemos de ser súbditos reverentes no sólo de los gobernantes buenos y humildes, sino también de los señores díscolos” (Ibid.; pp. 265-6). Y más aún, planteó que “los tiranos son instrumentos de la justicia divina para castigar los delitos de los hombres” (Ibid.; p. 318).
Además, explícitamente señaló su acuerdo con Agustín en sacralizar el imperio romano: “Fue voluntad de Dios que los romanos conquistaren el orbe de la Tierra, para que éste estuviese en paz por largo tiempo unido en la sociedad de una república y sus leyes” (Ibid.; p. 314). Por otro lado, postuló que es “al Sumo sacerdote, sucesor de Pedro, Vicario de Cristo, que es el Romano Pontífice, a quien deben obedecer todos los príncipes cristianos como al mismo Cristo Nuestro Señor” (Ibid.; p. 280).
Se manifestó también a favor de la Inquisición ya existente. De este modo, consideró que “respecto a las verdades primeras de la fe (…) está obligado el hombre a creerlas explícitamente” (Suma de Teología III, Parte II-II (a), BAC, Madrid, 2002; p. 65). Y que quien no tiene fe incurre en “infidelidad (…) el mayor pecado de cuantos pervierten la vida normal, ya que implica no solo la ignorancia que conlleva, sino también la resistencia a las verdades de la fe (…) el pecado más grave” (Ibid.; p. 112). Y, por tanto, que “los herejes o cualquier otro tipo de apóstata (…) deben ser forzados, incluso físicamente a cumplir lo que prometieron y a mantener lo que una vez aceptaron” (Ibid.); y que merecen “no solamente la separación de la Iglesia por la excomunión, sino también la exclusión del mundo con la muerte (…) para su exterminio del mundo” (Ibid.; p. 127).
Y, al igual que Agustín, justificó la pena de muerte; el castigo del azote; las “guerras justas”; y la esclavitud.
Justificó además –más allá de Agustín- la “ley del Talión”, aplicada por los tribunales, en los casos de acusaciones falsas: “La igualdad exige que el acusador injusto sufra el mismo castigo que injustamente quería para el inocente, como dice el Éxodo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’” (1990ª; p. 198); y las penas de mutilación: “Así como por el poder público uno puede ser privado totalmente de la vida por ciertas culpas mayores, así también puede ser privado de un miembro por algunas culpas menores” (Suma de Teología III, Parte II-II (a), BAC, Madrid, 1990 (b); p. 539). Concordó, sí, plenamente con aquel en la desigualdad económica: “Ni el orden ni la naturaleza, según la voluntad de la providencia, permitiría tal igualdad, pues Dios creó las cosas desiguales, sea cuanto a la naturaleza, sea cuanto al mérito; luego el poner igualdad en las posesiones es destruir el orden natural de las cosas, como lo dice Agustín en La ciudad de Dios. Pues el orden es la distribución de las cosas iguales y desiguales, dando a cada uno su lugar” (Ibid.; pp. 362-3).
Es claro que son pensadores medievales y como tales podrían estudiarse sin escandalizar a nadie. El problema es que la Iglesia los ha mantenido hasta hoy como sus principales doctores; y –que se sepa- sin descalificar sus fundamentos teológicos respecto de la ética, la sociedad y la política. El punto es que, de partida, luego del Concilio de Trento, “las universidades recibieron orden de enseñar exclusivamente el tomismo” (Daniel Rops.- La Iglesia del Renacimiento y la Reforma. Una era de renovación. La Reforma Católica; Luis de Caralt, Barcelona, 1957; p. 131). Por otro lado, Ignacio de Loyola en las Constituciones de los jesuitas estableció que, en sus colegios, en temas teológicos, se leerían solamente “el viejo y el nuevo Testamento y la doctrina escolástica de Santo Tomás” (Obras completas; BAC, Madrid, 1977; pp. 543-4). A su vez, en su V Congregación General en 1593, los jesuitas estipularon que “nuestros profesores de teología escolástica deben seguir la enseñanza de Santo Tomás” (John W. Padberg, Martin D. O’Keefe y John L. McCarthy.- For Matters of Greater Moment. The First Thirty Jesuit General Congregations; The Institute of Jesuit Sources, Saint Louis, 1994; p. 198).
Mucho después, León XIII, en su encíclica Aeterni Patris, de 1879, exaltó la doctrina de Santo Tomás como la base fundamental de toda filosofía cristiana (ver Colección completa de las Encíclicas de Su Santidad León XIII, Tomo I; Tipografía y Casa Editorial Cuesta, Valladolid, 1904; pp. 49-57), y en 1892 “envió una carta a todos los profesores de teología orientándolos para que aceptasen como definitivas las ‘correctas’ afirmaciones de Santo Tomás. En los tópicos no mencionados, las conclusiones a que se llegasen debían estar en armonía con sus opiniones conocidas” (Eamon Duffy.- Santos & Pecadores. Historia dos Papas; Cosac & Naify, Sao Paulo, 1998; p. 241).
Por otro lado, Pío XII (1939-1958), “al igual que sus predecesores desde León XIII, equiparaba la teología con la teología tomista” (Thomas Bokenkotter.- A Concise History of the Catholic Church; Doubleday, New York, 1990; p. 354). Y su estrecho colaborador, Juan Bautista Montini (futuro Pablo VI), también defendía fuertemente el tomismo (ver Peter Hebblethwaite.- Pablo VI. El primer Papa moderno; Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1995; pp. 199-200).
Ciertamente, mientras la Iglesia no baje de su pedestal a ambos teólogos medievales no podrá hablarse de una democratización de aquella y de una efectiva recuperación del espíritu evangélico. Ni tampoco, por cierto, de una consistencia de su doctrina social elaborada desde fines del siglo XIX; con lo que su autoritarismo extremo preservará sus bases teóricas y sus consecuentes aplicaciones prácticas.