RELATO
Justina limpia habitaciones de hotel, veintidós al día, a veces veinticinco dependiendo si falta alguna compañera al trabajo. Su turno comienza a las cinco de la mañana y termina a las siete de la noche, catorce horas en total. De lunes a viernes. Los sábados y domingos le rentan el espacio de un metro cuadrado en un supermercado mexicano por veinticinco dólares el día, ahí vende mantas que borda las noches en las que no puede dormir, que son muchas. Con eso se ayuda para la gasolina.
De miércoles a sábado Justina trabaja en una discoteca latina, le cobran veinte dólares la noche para poder poner su puesto en el baño de mujeres. En una mesita que desdobla coloca toallas sanitarias, ganchos sandinos, colas, ganchos para ropa, pedazos de algodón, curitas y si alguien necesita un poco de talcos, loción y desodorante también, como ungüentos para el dolor de pies. Aunque los dueños de la discoteca no la dejan ponerle precio a nada, las políticas del lugar son que por voluntad propia las clientas quieran darle propina.
Al ver que muchas pasaban de largo ignorándola, Justina se inventó llevarse hacia su mesa las servilletas para secarse las manos y así desde entonces las obliga a que por lo menos la vean, si es igual que ellas, -dice-. Porque a esa discoteca las latinas que llegan son en su mayoría indocumentadas que trabajan en el servicio doméstico. Qué, qué se creen para ignorarla -piensa siempre que las ve llegar despampanes-, si baños limpian también.
De vez en cuando Justina sale a respirar el humo blanco que echan en la pista de baile, que le hace que le pique la nariz, pero necesita escapar momentáneamente del olor de los baños. Observa entonces a las jovencitas con grandes zancos, en minifaldas, que apenas pueden caminar subidas en semejantes tacones, fingiendo alegría y deseos sexuales a flor de piel mientras se sacuden el cansancio del trabajo.
Entiende que como ella hay tantas con hijos en sus países de origen y están en busca de papeles. Porque a las discotecas latinas llegan puñados de gringos y europeos en busca de aventura porque aseguran que para el retozo no hay como las latinas y mejor si son del mantenimiento y sin papeles porque son las más vulnerables y necesitadas de ilusiones. Ellas por el contrario anhelan tener suerte esa noche y que un gringo se enamore de ellas y se casen y les dé papeles y así puedan cambiar sus vidas.
Hay noches en las que Justina no saca ni diez dólares y otras en las que llega a ganar hasta cien, pero descontando el pago y lo que invierte en el producto le queda poco. Cien dólares es un dineral en su natal aldea El Ocote, Olanchito, Yoro, Honduras, donde la esperan desde hace doce años los cinco hijos a los que dejó bajo el cuidado de sus abuelos.
Justina comienza en la discoteca a las nueve de la noche y se va a las dos de la madrugada, llega al apartamento donde renta con cuatro mujeres más, también indocumentadas. Cuando los gallos en su natal El Ocote comienzan a cantar, ella está en el trajín de asearse y preparando su taza de café, con la que trata de dar aliento al nuevo día.
Justina como miles de indocumentados sueña con mandar a traer a sus hijos, pero el dinero para el coyote no lo tiene y tampoco el valor para arriesgarlos a aventurarse en la travesía como ella lo hizo. No duerme desde la primera noche en la que la abusaron los coyotes en el desierto de Sonora. Pero ese dolor y ese secreto se los llevará a la tumba.