Hace frío, el bar tiene puerta corredera, la gente entra y sale de él.
Ahora entra Juanita charlando con Pepe que la sigue detrás. Quizás por lo “apasionado” de su conversación, la puerta queda olvidada y entreabierta tras ellos, el frío entra al local.
Sale Ramón, corriendo la hoja y cuando su cuerpo está fuera del bar, ya no aparecen en su cabeza ni la puerta ni el frío ni las personas sentadas adentro, va pensando en “sus cosas”. La puerta queda abierta nuevamente.
Ahora entra Lucecita con su hija Mariana. Corren la puerta para entrar pero no la vuelven a cerrar y se sientan en la mesa que queda justo delante de ella. Escucho que hablan de la educación de un niño. Al sentarse y notar el frío en su espalda, la madre extiende su brazo y corre la hoja de la puerta, cerrándola.
Al observar día tras día ese tipo de conductas propias de estados de las personas cuando estamos solamente “atentas” a nosotras mismas y olvidadas de los demás, capto y comprendo esos estados. Todavía acecha en mí la maldita culpabilización que el cristianismo me inculcó, pero siempre “gano” ya en el equilibrio de fuerzas respecto a otra “voz interna” que me permite ver las cosas de otro modo, sin culpas personales, comprendiendo qué nos pasa a la gente y aceptándolo.
Finalmente, la aparición de una molestia exagerada en mi ante detallitos como este, sería más delatora de un mal estado mío, que demostradora de un supuesto aspecto denunciable de otras personas.
Pero resuenan entonces potentemente en mi enseñanzas como: “Nada podrás hacer por ti, pensando sólo en ti. Si quieres avanzar tendrás algún día que admitir que tu misión es humanizar el mundo que te rodea. No cumplirás con tu misión si no pones tus fuerzas en vencer el dolor y el sufrimiento en aquellos que te rodean. Si quieres crecer ayudarás a crecer a quienes te rodean. Y esto que afirmo, estés o no de acuerdo conmigo, no admite otra salida.”
Y si, por un lado, comprendo tan claramente que no se trata de culpas de las personitas individuales, las cuales fuimos formadas en un caldo de cultivo (o sistema) que nos habituó a lo que nos habituó, y nos vapuleó como nos sigue vapuleando, y por otro, descubro un fuerte deseo en mi que se eleva por encima de los demás deseos o, si se quiere, está a otro nivel mucho más querido hacia el fondo, ¿qué podría ser entonces “hacer algo por los demás”? ¿Sería algo pensado y dirigido al conjunto humano, quizás? ¿Sería algo que no tiene tanto que ver con lo que haga o deje de hacer cada persona concreta?
También fueron los cristianos quienes reconozco que me metieron adentro esa noción personalizada y caritativa de la ayuda, arquetipándola en “el pobre” y en el supuesto “descarriado”.
¿Cómo hacer algo pues que pudiera tener valor para los demás y que influyera en mi medio inmediato como conjunto humano?
Es a ese conjunto humano con el que me relaciono cada día al que me gustaría aportar, y reconozco mucho más anecdótico si Juanita o Ramón están atravesando un ciclo positivo en sus vidas. Eso está bien, pero no resuelve el problema general, en su adecuada dimensión.
Mi deseo elevado es un entorno humanizado.
A alguien podrá parecerle desproporcionada la relación que establezco entre algo tan simple como el hábito de dejarse las puertas abiertas cuando hace frío en un local público, y la dimensión social y humana que le acabo dando a la reflexión. Pero es justamente en rasgos y conductas así de simples donde, sin duda, notaría los signos de un cambio extraordinario de conciencia, de una potencia capaz de alcanzar la política, la economía, la organización social, todas las humanidades y el espíritu.
Mi búsqueda intuye algo simple y emotivo para encontrar que, como “piedra de toque”, permita ir decantando todo lo demás, por grande que nos parezca.
Llámame desproporcionado…