Cuando acordó Victorina ya iba encaramada sobre un tubo de llanta cruzando las aguas del río Bravo. Los gritos de los otros migrantes la volvieron en sí. ¿Qué hora era? Tal vez la 1 o 2 de la madrugada, cómo saberlo si el cielo estaba emponchado, tal vez estaban redondeando las 3, la hora en que cantan los gallos en su natal Honduras. Ni el frío de la época ni el agua a punto de congelación le aturdieron tanto los sentidos como la conmoción de ver a tantas familias aterradas, sin saber nadar, intentando cruzar el río. Vio a muchas que llevaban como salvavidas bolsas plásticas infladas porque no alcanzaron tubo de llanta. Jamás había visto tantos niños en un río, ni siquiera en el río Choluteca que es inmenso.
Oriunda de El Tulito, Choluteca, Honduras, Victorina se fue con una de las caravanas de migrantes que salió huyendo del hambre y la violencia del gobierno, violencia que repitió la policía guatemalteca que los acorraló a pocos kilómetros de la Basílica de Esquipulas, en los días de la celebración del Cristo Negro. Los cazaron como criminales, como si les fueran a quitar algo con pisar el suelo guatemalteco en su camino hacia Estados Unidos, ¿es que no eran entonces esos cinco dedos formando una mano como reza el himno a Centroamérica?, ¿no eran los guatemaltecos sus hermanos como les habían enseñado en la escuela de primaria? Pero si hasta eran parecidos físicamente, ¿por qué los trataban así? ¿No hambre hay en Honduras y hambre hay en Guatemala? Si los guatemaltecos también migran de la misma forma y piden respeto en México, se preguntó Victorina muchas veces encolerizada, corriendo para tratar de escapar de los garrotazos de los policías que amenazaban con dispararles sino se detenían.
La tercera de once hijos de una madre viuda. Su padre, pescador artesanal, fue asesinado un día que se aventuró a ir vender la pesca al mercado de Choluteca, donde pagaban un poco mejor que en El Tulito, lo venadearon los asaltantes y lo mataron de dos disparos después de robarle lo de la venta, es lo único que saben, la policía nunca dio con los culpables. El pequeño de los hermanos tenía apenas diez días de nacido, de dicha no se murió su mamá del dolor, pero se le fue la leche, al pequeño tuvieron que alimentarlo desde entonces con agua de arroz y cebada. Cuentan la historia cada vez que les preguntan por qué el niño está tan desnutrido, mucho más que los otros hermanos.
Hasta ahí reaccionó, en las aguas del río Bravo, todo el trayecto desde El Tulito a la frontera con Texas se la pasó en el limbo, con el pulso a mil, angustiada, sin poder pegar el ojo cuidándose de los asaltantes, de los que se llevan a los migrantes y los desaparecen. Con hambre, con los pies entumidos y despellejados de tanto caminar, con la piel de la cara reventada por el sol. Sin pastillas para sus dolores de la menstruación, sin toallas sanitarias, sin dinero para comprar ni un plato de frijoles de los que salía la gente a vender al ver la romería de migrantes.
Hasta ahí en el agua fría del río volvió en sí y recordó la voz de su mamá que le gritaba llorando desde el patio de su casa, ¡no te vayas ingrata!, pero ella se fue porque no pudo más con la pobreza. No pudo soportar más ver a su madre lavando ropa ajena y recogiendo latas en la calle para criar a sus hermanos, tenía que ayudarla y la única forma de trabajar limpiando casas y que ese dinero rindiera para la crianza de sus hermanos era yéndose a Estados Unidos, en Honduras no se ganaba nada, sólo las humillaciones y la explotación.
Victorina nunca soñó con ir a la escuela, era demasiado pero su mamá la obligó y la empujó hasta que sacó tercero básico, quería que fuera a la universidad y que no se casara luego, que disfrutara su soltería, le decía, que se comprara cosas, que saliera a comer, que viajara, pero que no fuera a meter la pata. De su aldea migró la mayoría de los hombres y ahora se estaban empezando a ir las mujeres, sólo estaban quedando los abuelos a cargo de los nietos. En los últimos meses se veían casas cerradas con candado porque las familias completas se habían ido en las caravanas. Victorina no aguantó más y un día tragó saliva, metió dos mudas en una mochila y le dijo a su mamá que se iba y agarró a caminar, le prometió mandarle dinero desde Estados Unidos. Por más que su madre corrió para alcanzarla y le gritó llorando no pudo hacer nada para que cambiara de opinión, se fue sin un centavo en la bolsa. En la salida de la aldea un conocido les dio jalón para el punto de encuentro donde la gente se juntó para salir en la caravana.
Victorina tiene 16 años, no ha la dicho a nadie que la violaron dos veces en Tapachula, entre la amontonazón de gente, le taparon la boca y la jalaron para un zacatal, no pudo hacer nada para defenderse, eran dos tipos, esa fue la primera vez. Se levantó y siguió con la caravana. No pasa nada, dijo, no pasa nada y siguió su recorrido. La segunda fue en Saltillo, cuando fue al baño del centro comunitario donde pernoctaban junto a otros migrantes, ya habían escuchado que entre los migrantes se colaban violadores, asaltantes, policías, gente que trabajaba para los carteles de la droga y crimen organizado y que se hacían pasar por migrantes para llevar información a sus superiores. De qué mujeres viajaban solas, de quiénes llevaban hijos y quiénes tenían familiares esperándolos en Estados Unidos y que podrían pagar un rescate. Entrando al baño le taparon la boca y la tumbaron contra el piso, fueron tres hombres, dos la sostuvieron y un tercero la abusó, se fueron celebrando, le costó levantarse, pero también se levantó, no pasa nada, dijo, no pasa nada y se fue a acostar sobre los pedazos de papel periódico tendidos sobre la plancha de cemento. No se va a derrumbar, necesita llegar a Estados Unidos para enviarle dinero a su mamá para la crianza de sus hermanos.
Ahí, en las aguas del río Bravo se le han revuelto todas las imágenes y quiere gritar, gritar con todas sus fuerzas y llorar, pero no puede, todo se le anuda en la garganta: la cólera, el cansancio, la desesperación, la ansiedad y las primeras punzadas de lo que será el estigma que la acompañará a lo largo de su vida. Llegan finalmente al otro lado donde los espera la Patrulla Fronteriza, Victorina se desploma sobre la tierra fría de la frontera estadounidense, ha llegado al país de donde piensa enviarle dólares a su madre, la noticia del embarazo producto de las violaciones se la dará la doctora del centro de detención de menores el mismo día en el que la primera presidenta en la historia de Honduras sea juramentada y hable de derechos de género y de la erradicación de la pobreza en el Estadio Nacional, en Tegucigalpa, que queda lejos, muy lejos del camino recorrido por Victorina.