Hace unos días revisé mis estadísticas de uso de mi smartphone y quedé impresionado como ha aumentado el tiempo durante el cual me mantengo conectado a ese aparato. A pesar de tener conciencia que el modelo de negocio de las plataformas digitales es generar adicción en sus usuarios, equivocadamente yo me creía inmune.
Me preparo para iniciar mis vacaciones con el firme propósito de reducir el consumo de pantalla y comparto con ustedes las siguientes reflexiones.
Podemos definir al smartphone como un agente encubierto que se gana nuestra confianza, nos hace interactuar con él, recoge información y la informa a sus plataformas. Estudios indican que, las plataformas saben más de uno que los compañeros de trabajo, los amigos y la familia.
Lo más peligroso es que ese conocimiento alimenta al algoritmo que decide qué se muestra en mi pantalla y por lo tanto resulta ser absoluta y totalmente personalizado. Es decir que lo que yo veo en mi smartphone es diferente a lo que ven las otras personas. Y, para generar adicción, el algoritmo pone en mi pantalla lo que me gusta, me atrae y me identifica. El smartphone, poco a poco, evita exponerme a la diversidad de intereses y opiniones. De esta forma va encausando mis opiniones y limitando mi manera de conocer e interpretar el mundo que me rodea.
La interacción con el smartphone es de tal grado amigable que no logramos darnos cuenta de que estamos dominados por la adicción que ha generado en nosotros. Y, como toda adicción, nos hace sentir libres sin llegar a tomar conciencia que nuestra libertad ha sido severamente limitada.
Está comprobado que las personas reaccionamos activamente cuando lo que vemos nos genera emociones e interactuamos aún más cuando las emociones refuerzan nuestra rabia o enojo. La cantidad de visualizaciones de carácter tóxico es desproporcionadamente mayor a aquellas que nos generan bienestar. Solo como ejemplo basta observar cómo los mensajes negativos se potencian entre sí en los grupos de whatsapp.
El smartphone nos ha transformado en seres “infoadictos”. Es decir, ha generado la necesidad de estar conectados recibiendo información de forma permanente. Vale la pena detenerse a evaluar cuánta de esa información realmente es de utilidad y cuánta es de absoluta inutilidad para nosotros. O, como lo plantea Byung-Chul Han en su libro NO-COSAS: “no somos nosotros quienes utilizamos el smartphone, sino el smartphone que nos utiliza a nosotros”.
Ya no se trata solo de observar y corregir a niñas, niños y jóvenes en sus conductas de “consumo de pantalla” sino también abrirse a reflexionar de cómo lo hacemos cada uno de nosotros. No basta con predicarlo, sino que es necesario autorregularse. Solo así tendremos autoridad para establecer límites a su uso en el ámbito de la educación.
Francia se convirtió en uno de los primeros países que, por ley, prohíbe el uso de celulares en educación primaria y parte de la secundaria. Si se aplica a niñas, niños y jóvenes, no debiéramos molestarnos ni incomodarnos si en determinadas ocasiones se nos solicita abstenernos de usar el smartphone.