Visitamos el Taller de esta artista textil en el Barrio Italia de Santiago, una casita luminosa dentro de un antiguo cité que se ha convertido en el lugar donde hace clases tres veces por semana y expone los tapices que no ha vendido todavía. Porque Carolina vive en la costa chilena y trabaja tejiendo principalmente en la V Región.
Sin embargo este Taller es todo un mundo, un ambiente con una atmósfera muy especial. Aquí habita la belleza, la sobriedad, el buen gusto y la elegancia de las formas, de los colores y las texturas. Reina un silencio aunque esté poblado de perseverantes alumnas, con notable concentración y capacidad de trabajo. Las lanas, los algodones en ovillos de tamaños diferentes, las sedas y los hilos que despliegan una paleta de colores poco habituales y sin embargo arcaicos.
No puedo evitar formular una pregunta: ¿De dónde obtienes, Carolina, tu inspiración?
“Pero qué pregunta!”, me dice algo desconcertada, aunque sabe perfectamente bien de qué estamos hablando y se lleva la mano hacia atrás de su cabeza, por donde comienza su rubia trenza, para luego posarla sobre el corazón. Esa mano que recorre espacios internos buscando el recinto desde donde emana lo que la guía hacia las lienzas de su bastidor. Esa mano que regresa a las lanas azulinas con las que está trabajando en un nuevo tapiz que compone. Y me dice “la inspiración no es racional, algo fluye… De pronto sé muy bien lo que quiero hacer y puedo incluso calcular los materiales que necesitaré, los colores, las proporciones, pero el proceso creativo no es racional y en él también surgen los imprevistos y las sorpresas que conducen la obra hacia algo distinto, de lo cual aprendo y que agradezco”.
Relata su reciente viaje a India y Japón, donde los trajes ceremoniales le quedaron muy impresos y empiezan a ser fuente de inspiración en lo que está haciendo. Miro sus últimos tapices y efectivamente veo en ellos un movimiento, como de capa que se cierra sobre lo que podría ser un hombro con peso, con sombras y volúmenes rituales, con tremenda dignidad. Otro tiene menos solemnidad aunque entre las hebras me parece adivinar una túnica, austera, liviana, casi inmaterial. Los colores son sublimes, rojos profundos, índigos… o simplemente linos crudos en los que resplandece la luz.
Desde que la conozco, hace más de treinta años, Carolina está al telar. Tiene oficio de sobra y una permanencia admirable. Ha expuesto en las principales galerías y en el Museo de Arte Moderno, ha llevado sus obras a muchos otros países. Su trabajo está completamente consolidado. Sin embargo su actitud es humilde, de búsqueda, de nuevo intento, como si caminara por la frágil cornisa del reconocimiento de las verdades más simples para poder seguir en su peregrinación hacia lo sublime de la belleza.
En la atmósfera de su Taller, el tiempo de pronto se detiene. Me parece ver en ella una niña y al mismo tiempo una anciana, el ludismo ingenuo y la sabiduría, el comienzo sin fin y las puntadas eternas de una mente en profunda calma, abocada simplemente a uno de los oficios más antiguos que la humanidad conozca: tejer, trenzar, acordonar, hilar, teñir… para dar forma a objetos que comunican lo más abstracto, aquello innombrable que habita lo humano y que lo trasciende, una suerte de Luz original.