Un niño de 13 años y tres adolescentes de 17 no llegaron de uniforme a la escuela, sino en bolsas plásticas, a Medicina Legal. Su tablero fueron los campos minados; sus mentores, los guerrilleros del ELN; y su verdugo, ese engendro que resulta cuando se unen reclutamiento infantil y estupidez estatal. El 16 de septiembre en el Chocó, un bombardeo ordenado por el gobierno nacional causó la muerte de cuatro menores de edad; otra vez ministro y presidente callados, y luego para rematar y re-matar, otra ignorante y perversa justificación presidencial: “se está enfrentando a un blanco legítimo”. Y claro, nos enteramos no porque los culpables hubieran tenido la entereza (palabra que desconocen) de poner la cara, sino por las denuncias de la oposición.
¿Qué sigue? Otro desfile de indignados, más comunicados urgentes, más peticiones a los organismos internacionales para que nos ayuden a frenar esta desgracia nacional. Un puñado de valientes cita a control político y una mayoría de cobardes, no dará la talla.
Entre tanto Colombia —datos de ACNUR y la CIDH— tiene la cifra más alta de desplazados en el mundo, y en los 8 meses del 2021 completamos más de 46.000 comunidades confinadas. Esto, en lo que se nos va la vida y nos llega la muerte, no es un país normal.
El reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes es una violación a los derechos humanos, al derecho internacional humanitario, a la condición misma de la infancia y la necesidad de crecer en libertad. Pero este delito cometido por las guerrillas de antes y por las de ahora, no le da patente al gobierno para volverse —él también— un violador.
¿Vamos a permitir que nuestra historia se circunscriba a un libreto entre violadores? Nos volvió inviables esta incapacidad de gobernar para la paz y no para el absurdo, saltando de transgresión en delito, de justicia en venganza, mientras la fuerza pública se convierte en fuerza impúdica, y el comandante en jefe incumple lo qué juró en medio de un aguacero, el 7 de agosto del 2018.
Alguien debería decirles a los ministros de turno que los niños no son máquinas de guerra, sino víctimas de la guerra. Sí, señor Molano, aun los que visten uniforme de la insurgencia y portan fusiles más grandes que ellos, y los que rebullen las ollas de arroz en los campamentos y sufren heridas y fiebres y paludismo, ellos, los que fueron arrancados de sus familias, son esencialmente víctimas del conflicto armado; víctimas a las que el desorden social, la inequidad y la voracidad de la guerra pretenden convertir en los victimarios más jóvenes del mundo y justificar así que los bombardeos les destrocen el cuerpo y les prohíban para siempre la palabra futuro.
Alguien debería recordarnos a todos, el artículo 44 de la Constitución: “La familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos”. Los niños deberían ser el blanco legítimo de la ternura, de la protección, de la educación, de los abrazos infinitos. ¡Aviones de papel, nunca más aviones bombarderos!
¿De qué sirven las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo si las dejan durmiendo en escritorios de cómplices y burócratas? ¿Hasta cuándo seguiremos siendo la crónica de una y mil muertes anunciadas? No somos novela: somos realidad; realidad que duele más allá y más acá de la puerta de Medicina Legal, y que tenemos la opción de cambiar ahí, donde hay que hacerlo: en la conciencia y en las urnas.