Por Jorge Molina y Patricio Mery Bell
El movimiento mapuche desde fines de la década de 1990; el movimiento estudiantil, secundario y universitario: mochilazo, en 2002; revolución pingüina, en 2006; movimiento por la educación pública, en 2011; el movimiento “No + AFP” desde 2016; el “mayo feminista” de 2018; los diversos movimientos socio ambientalistas y de lucha por el agua y los territorios; las luchas y huelga de los profesores en 2018 y el estallido social de 2019 son el fiel reflejo del malestar que latía en este falso oasis de crecimiento económico y estabilidad política.
El consenso se movía en dos direcciones: a) La desigualdad estructural de la sociedad chilena; b) La acumulación de abusos y alzas en los servicios públicos de luz y transportes, de salud (sobre todo, medicamentos), viviendas e incluso de productos de primera necesidad. Se podrían sumar otras razones, como la precarización de los derechos sociales y el creciente endeudamiento de la población, especialmente la más pobre con las tarjetas de crédito, que van desde el supermercado hasta la ropa, el auto y los artículos electrónicos. Las pensiones de hambre y el sistema de AFP, los bajos salarios, el sistema de educación pública, que solo se pudo cambiar parcialmente, el sistema de salud pública, el acceso a vivienda, etc.
En suma, las largas sombras de la dictadura implicaron que la política fuera monopolio de los poderes de facto, especialmente del gran empresariado y de los partidos políticos; que la promesa de la transición, de que “la alegría ya viene”, solo alcanzó para algunos y excluyó a las grandes mayorías, que solo fueron vistas como objeto de políticas públicas –administradas por variados tecnócratas- y nunca como derecho a la participación y a la iniciativa del propio pueblo.
La actual revuelta en Chile, que comenzó contra el alza el pasaje del metro, desnudó la realidad de un país que durante años fue tomado como un ejemplo del éxito neoliberal. El cuestionamiento profundo a la herencia del pinochetismo dejó expuesta la miseria y la precarización social de millones de personas, mientras que una casta empresarial y política se enriquece cada día más. Una fractura social que parece haber tocado fondo.
Desde 1990 a 2018 Chile pasó de una población de 13 a 17 millones de habitantes. En ese lapso tuvo un crecimiento del PIB acumulado del 748 %: de US$33.000 millones de producción de bienes y servicios anuales, a US$280.000 millones. El PIB per cápita pasó de 4.500 a 23.500 dólares. El viejo trauma de la inflación quedó atrás, y las crisis externas, como la asiática de 1998 o la del 2008, golpearon pero ninguna terminó en catástrofe, como la mayoría de las veces del siglo XX. La pobreza oficial se redujo de un 38,6 % en 1990, al 14,4 % el año 2015 y emergió una nueva clase media.
Estas cifras constituyen un cierto paradigma: la idea del “milagro chileno”, el “jaguar” de América Latina. Símbolo de crecimiento económico, estabilidad política y progreso social.
Sin embargo, detrás de esas cifras está oculto el Chile real, de alguna forma desgarrado en contradicciones y antagonismos sociales crecientes en los pilares del capitalismo chileno. No solo son las bases del crecimiento, sino que a la vez las de un creciente malestar social, de profundas aspiraciones sociales y democráticas de millones de jóvenes y trabajadores, mujeres y pueblos oprimidos incapaces de ser satisfechas en los marcos del capitalismo chileno.
El plan económico de los Chicago Boys había sido esbozado previamente al Golpe del 11 de septiembre de 1973 como un programa económico frente a la crisis económica; luego, con sus representantes como ministros de la dictadura, lo aplicarían contra las masas trabajadoras. Conocido posteriormente como El Ladrillo y como “plan de recuperación económica”, desde 1978 se vivió una especie de terapia de shock económico: abrupta reducción del gasto fiscal (liquidando servicios públicos, reduciendo gasto en salud, educación o vivienda, privatizando empresas), drástica disminución de las importaciones para estabilizar la balanza de pagos, apertura comercial cuasi-absoluta y liberalización financiera, unido a una amplia privatización de empresas estatales (desde recursos estratégicos, industrias, hasta servicios esenciales, más de 500 empresas entre las que estaban CTC, Endesa, Entel, CAP, LAN).
En el ámbito social los principales cambios fueron: 1) el Plan Laboral que intentó desarticular legalmente a los trabajadores y el movimiento sindical a través de un profundo cambio en las relaciones laborales a favor del capital, reflejado actualmente en el Código del Trabajo, con sindicatos chicos y sin peso, negociaciones limitadas y ausencia de efectivo derecho a huelga; 2) la reforma de pensiones con la creación de las AFP, que destruyó el sistema de reparto y se basó en la capitalización individual, que tiene como principal objetivo entregar millonarios recursos al mercado de capitales y la bolsa; 3) la reforma en la salud, en la que el sector privado es el principal beneficiario de los recursos estatales, bajo instituciones de salud previsional privadas (ISAPRE) para el fortalecimiento de clínicas y negocios, debilitando el Fondo Nacional de Salud (FONASA); 4) la reforma educacional, donde comenzó un proceso de privatización casi completa de la educación regulada por la relación entre oferentes y demandantes de servicios educativos, desmantelando progresivamente la educación pública.
La primera prueba de fuego de estas medidas fue la crisis económica de 1982, la mayor que conozca el país en las últimas décadas, que tuvo como consecuencia una catástrofe económica brutal sobre las masas. El PIB disminuyó un 14,3% solo el primer año, el desempleo saltó al 30%, la pobreza superó el 45%. El régimen devaluó el peso en 18% contra las masas trabajadoras, mientras rescataba el sistema bancario privado estatizando las deudas con la intervención, a la vez que abrió otra ronda de venta de empresas estatales como Chilectra y la Compañía de Teléfonos. El costo del “rescate” fue de 35% el PIB, a base de la deuda pública externa, que ya en 1987 alcanzó el 86% del PIB.
Es falso que el plan de shock neoliberal trajo mejores condiciones de vida para las masas. Desde 1978 a 1989, las masas trabajadoras vivieron una década de penuria, crisis y degradación de sus condiciones. El “shock” catastrófico fue el papel sucio que jugó la dictadura para sentar las bases del “crecimiento” de la década de 1990. Entre 1990 a 1997, el crecimiento anual promedio fue de 7,7 %, un PIB promedio inédito de crecimiento en el país. Pero no llegó de “milagro”, sino de una “catástrofe”. Ya entrando en 1998, no terminaban de recuperarse las condiciones pre-crisis y ya llegaban los golpes de la crisis asiática. El “milagro” para las masas trabajadoras, significaba más una “recuperación” que un nuevo salto.
Durante la década de 1980, el plan de shock, implicó una enorme apertura al capital extranjero, una privatización sin precedentes de los recursos estratégicos y empresas estatales, y un saqueo basado en el principal recurso estratégico del país.
El cobre y la minería, que constituyen la quinta parte de la producción total del país, representan sin embargo casi la mitad de las exportaciones. Es clave, en el marco de una economía relativamente pequeña en el escenario internacional, el rol que juegan las exportaciones y en particular el cobre. Chile es una economía basada centralmente en dos bases centrales en la acumulación del capital: 1) la renta de la minería –no es la única, pero sí la principal–, y; 2) la alta tasa de explotación de la fuerza de trabajo. Ambas condiciones son ampliamente favorables para el desarrollo del capital, extranjero y nacional.
Según el estudio Nuevas Estimaciones de la Riqueza Regalada a las Grandes Empresas de la Minería Privada del Cobre: Chile 2005-2014, la renta económica, solo de las 10 grandes empresas de la gran minería privada, fue de 120.000 millones de dólares solo entre el 2005 y 2014. Esto sobre los 10.000 millones de dólares de ganancia anuales de estas compañías. Entre ellas predomina el capital extranjero: BHP Billiton o AngloAmerican, junto a otros grupos nacionales como el grupo Luksic con Antofagasta Minerals. El 71 % de la producción está en manos privadas.
Solo la ganancia generada por la renta minera y la explotación laboral, podría financiar la gratuidad universal de la educación superior, resolver en un año el problema del déficit habitacional y las listas de espera. Sin embargo, son recursos que en su gran mayoría se fugan al extranjero, y cuyos precios se imponen en la bolsa de metales de Londres en la puja entre las grandes compañías multinacionales. Así está ocurriendo también con el recurso estratégico del litio. En el mar, los recursos están en manos fundamentalmente de 7 familias. Los bosques, con casi 3 millones de hectáreas en manos de los grupos Matte y Angelini, que controlan la industria de exportación de la madera.
La apertura económica de Chile, con 26 Tratados de Libre Comercio, está atada a las exportaciones a China, EE.UU., Europa y América Latina, fundamentalmente de: cobre y minerales; madera y celulosa; salmón, frutas y vino; y cuyo consumo de bienes de servicio son fundamentalmente importados, desde China, EE.UU. y Europa, y una total dependencia de la importación de maquinaria frente al desarrollo tecnológico. Un 25 % del PIB se va en importaciones. A través del DL 600 y la Inversión Extranjera Directa (IED), prácticamente la inversión en su conjunto depende de capitales extranjeros, y un tercio de ella solamente va a la minería, y otro tercio en servicios financieros, es decir, en el desarrollo de las finanzas y los bancos (en este caso, el capital extranjero controla casi el 50% del sistema bancario, encabezado por el banco español Santander, que tiene una cuota del 20% del mercado financiero; los demás grupos nacionales los principales son BCI y Banco de Chile, en manos de las familias Yarur y Luksic).
Así, la IED torna en uno de los mecanismos privilegiados del saqueo y la dependencia frente al capital extranjero. El caso de la minería, la celulosa y madera, el salmón, los vinos y la fruta, no solo casi no hay libre competencia, sino que la concentración capitalista en un puñado de monopolios (u oligopolios) en las principales ramas de la economía depende fundamentalmente de la inversión extranjera de las grandes corporaciones imperialistas, quienes a su vez imponen los precios, y favorecen sus propias exportaciones. Aunque la balanza comercial no sea deficitaria, la dependencia extrema de una materia prima particular (el cobre) y la inversión extranjera, hace a Chile frágil de mayores golpes a la economía mundial. El gran ejemplo chileno descansa fundamentalmente en este saqueo, junto a las condiciones favorables de explotación y precariedad sobre las masas trabajadoras.
La segunda base de la acumulación, la tasa de explotación con el pago de la fuerza de trabajo por debajo de su valor, muestra las paupérrimas condiciones a la que están expuestas millones de personas en el país. Según Fundación SOL, en su informe Los verdaderos sueldos de Chile, el 50% de los trabajadores chilenos gana menos de $380.000 y 7 de cada 10 trabajadores menos de $550.000 líquidos. El salario mínimo, de acuerdo a organismos internacionales como la OIT, es catalogado como “mini salario mínimo”. Mientras en las últimas dos décadas desde 1998 la productividad del trabajo creció cerca de un 90%, los salarios reales solo un 20%.
Las pensiones son miserables. El 50 % de las y los jubilados recibe montos inferiores a los $150 mil. Los pensionados en Chile son mayoritariamente pobres, no por nada uno de los movimientos más masivos y con alta popularidad fue el movimiento No + AFP que develó esta crítica situación que afecta a por lo menos 3 millones de ancianos y ancianas.
El estudio de la Fundación SOL, La pobreza del modelo chileno, la insuficiencia de los ingresos del trabajo y pensiones, hace una medición de la pobreza donde se consideran exclusivamente los ingresos del mundo del trabajo (ingresos laborales y pensiones contributivas): “La micro simulación basada en CASEN 2017 confirma la hipótesis de que la pobreza en Chile al considerar los ingresos del mundo del trabajo supera con creces al indicador oficialmente divulgado. Para el caso de las mujeres, la pobreza pasa de un 9% a un 31,7% mientras que en los hombres, de un 8,2% a un 26,8%. En el total, la pobreza pasa de un 8,6% a un 29,4%”.
En noviembre de 2017 la línea de la pobreza por ingresos en Chile para un hogar promedio de cuatro personas estaba en $417.348. “Si consideramos solo a los asalariados del sector privado que trabajan jornada completa, el 50% gana menos de $402.355, esto quiere decir que ni siquiera podrían sacar a su grupo familiar de la pobreza”, concluyen en Fundación SOL. Sumado a esto se registra que casi 1 millón de asalariados no tiene contrato de trabajo y el 80% percibe sueldos inferiores a $420.000. En Chile, los trabajadores y jubilados son pobres.
El acceso al consumo ha sido mediante el endeudamiento de las masas trabajadoras y sectores populares. El monto total de deuda de los hogares llega al 71,1% del ingreso promedio de la clase trabajadora, unos 153.000 millones de dólares. De cada 10 pesos de ingreso de las familias, 7 pesos constituyen deuda. Solo en términos de carga financiera, es decir, aquella porción de ingresos que se destina al pago de intereses y amortizaciones, llega al 25% de los ingresos. El crédito hipotecario (vivienda) alcanza casi el 38% de la deuda, los créditos de consumo el 18,2% y las casas comerciales, compañías de seguros y cajas de compensación el 15,5% del ingreso disponible. El 14 % del endeudamiento es con prestamistas no regulados, amigos o familiares (cuentas nacionales BC).
Según los datos del XXI Informe de Deuda Personal Universidad San Sebastián- Equifax, en junio de 2018, se registraron 4,48 millones de deudores morosos. Según el INE, el 70% de los hogares está endeudado. En el caso de los jóvenes entre 18 y 29 años la cifra de endeudamiento supera los 3 millones, alcanzando un 21%, centralmente por educación.
Para poder sostener el crecimiento de la tasa de rentabilidad mediante una mano de obra de salarios relativamente bajos y mayores tendencias a la precarización sindical, un aspecto fundamental en la política neoliberal impuesta en dictadura fue pulverizar la organización sindical a través del Plan Laboral, posteriormente llamado Código del Trabajo. Creado por José Piñera, tuvo cuatro pilares claves. ¿Cómo hacer que exista un “derecho” laboral sin que los sindicatos, sus negociaciones y huelgas tengan fuerza, o mejor: no existan realmente existiendo formalmente. Un primer punto fue establecer sindicatos y negociación colectiva centrada en la empresa o establecimiento, y con grupos negociadores para conseguir un cierto paralelismo con los sindicatos. Esto en el marco de excluir a enormes grupos de trabajadores de la negociación colectiva, como las federaciones y confederaciones, los trabajadores públicos, profesores y negando el derecho también a negociar a los sectores estratégicos determinados cada 2 años arbitrariamente por el poder ejecutivo (según el artículo 6.º del DL 2.758, “no podrán declarar la huelga los trabajadores de aquellas empresas que: a) atiendan servicios de utilidad pública, o b) cuya paralización cause grave daño a la salud, al abastecimiento de la población, a la economía del país o a la seguridad nacional”). Hoy en día, solo el 8% de los trabajadores tiene derecho a negociación colectiva, y un 2 % de la fuerza laboral tiene instrumentos colectivos de trabajo.
Un segundo aspecto fue el ataque a la huelga como herramienta de lucha. Para esto se impuso el concepto de “huelga que no paraliza” y el reemplazo en huelga que se utiliza hasta la actualidad, ahora “no permitido” aunque sí aplicado de facto por las empresas, y con “servicios mínimos” establecidos para los sindicatos.
La despolitización sindical y libertad sindical (para formar grupos paralelos al sindicato) fue otro concepto que abordó el Plan Laboral. Así se demuestra en el considerando n.º 7 del Decreto 2.756, el que plantea de forma explícita que “es indispensable que la organización sindical sea autónoma y despolitizada, para que pueda dedicarse a sus finalidades propias, evitando que sea instrumentalizada por grupos o intereses extraños a la propia organización”.
No solo las grandes compañías multinacionales del cobre, cuya renta y ganancia es el principal saqueo del país se benefician del falaz milagro económico chileno, sino también son los grandes grupos económicos nacionales, algunos de ellos de décadas de riqueza y acumulación, y otros tantos que hicieron su fortuna tras la dictadura militar, o los grupos creados con la apertura comercial de los TLC post año 2000. Hay 3 familias: Angelini, Matte y Luksic, que controlan la mitad de los activos cotizados en la Bolsa de Valores de Santiago, y su patrimonio representa casi el 20% del Producto Interno Bruto (PIB).
El 8.° Informe de la Riqueza Mundial de 2017, del banco de inversión suizo CreditSuisse, revela que en Chile, dentro de un total de 13 millones de habitantes adultos, existen unas 57.000 personas que tienen más de un millón de dólares o más. 79.000 chilenos son parte del 1% más rico del mundo. Según la Fundación SOL, el 1% de los considerados “ocupados”, que son capitalistas (gerentes, directores de empresas y empresarios) o pequeño-burguesía alta (médicos, abogados, ingenieros) tiene sueldos superiores a tres millones de pesos, que pueden alcanzar hasta los 30 millones de pesos mensuales. En el otro polo, el 70% de los trabajadores tiene salarios inferiores a $400.000, bajo la canasta básica familiar, y más de 1 millón de jubilados cobran pensiones misérrimas.
Finalmente, el pseudo milagro no llega a todos, y es más bien una quimera para los trabajadores.