El próximo sábado 18 de septiembre en la capital mexicana se celebrará una cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), en la que se discutirá si propondrán reformar a la OEA o remplazarla.
por Aram Aharonian
¡Aleluya! En 2022, Latinoamérica hará una propuesta formal a Estados Unidos y Canadá para definir el futuro de la Organización de Estados Americanos (OEA), ese “ministerio de colonias” que el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador ha propuesto sustituir por un nuevo organismo no cipayo. Por ahora es sólo una propuesta.
El próximo sábado 18 de septiembre en la capital mexicana se celebrará una cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), en la que se discutirá si propondrán reformar a la OEA o remplazarla, qué rasgos tendría, cómo funcionaría. México hará la propuesta una vez que haya un consenso de América Latina y el Caribe.
No será fácil: para reformar, desaparecer o sustituir a la OEA se necesitan los votos a favor de 26 de los 34 países que integran el organismo. La reunión de la Celac deberá servir para ir preparando para el año próximo la propuesta que la región le va a hacer a EEUU y a Canadá, los dos miembros de la OEA que no integran la Celac, un organismo eminentemente latinoamericano y caribeño, sobre el eventual futuro distinto o la extinción de la OEA.
En julio pasado, López Obrador propuso a los cancilleres de la Celac sustituir a la OEA por un organismo que no sea lacayo de nadie, construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, a nuestra realidad y a nuestras identidades.
Hizo una defensa decidida de la soberanía de las naciones latinoamericano-caribeñas ante el permanente injerencismo de Washington, y llamó a sustituir a la disfuncional OEA por un organismo autónomo, no lacayo de nadie, que sea mediador en conflictos en las naciones sobre asuntos de derechos humanos y de democracia, pero a petición y aceptación de las partes, no por imposición imperial.
La propuesta corresponde a las necesidades reales de América Latina, pues queda claro que los problemas de la región sólo podrán resolverse en la medida en que se haga efectiva la autodeterminación de los pueblos.
Obviamente, este objetivo está en las antípodas de las funciones desempeñadas por la OEA desde su creación en 1948, bajo la impronta de la guerra fría y con el cometido de hacer valer la visión imperialista de Washington sobre el hemisferio occidental.
La OEA respaldó dictaduras como las de Fulgencio Batista en Cuba y Alfredo Stroessner en Paraguay, a criminales como los de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, Anastasio Somoza en Nicaragua, y François Duvalier en Haití.
La OEA aupó la expulsión de Cuba de la organización en 1962 mediante la invocación arbitraria de la Carta Democrática, la misma que se abstuvo de esgrimir contra las dictaduras anteriores ni mucho menos para sancionar la sucesión de regímenes de facto que se instalaron en el Cono Sur en los años subsiguientes y sus políticas de exterminio y genocidio del Plan Cóndor.
Y para continuar con la ignominia, con su silencio respaldó los golpes de Estado blandos contra Manuel Zelaya (Honduras, 2009), Fernando Lugo (Paraguay, 2012) y Dilma Rousseff (Brasil, 2016). No se trata de incapacidad histórica sino la determinación de Washington de que ésta debía cumplir un papel distinto al que ha sido bautizado como Ministerio de Colonias de Estados Unidos.
Recordemos que el 5 de noviembre de 2005, cuando se reunió la cuarta Cumbre de las Américas (de la OEA) en la ciudad-balneario argentina de Mar del Plata para poner en marcha el área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), se produjo un histórico enfrentamiento entre los gobiernos que defendían la imposición de Washington -liderados por el presidente de EEUU, George W. Bush– y quienes se oponían, liderados por los presidentes Lula da Silva (Brasil), Hugo Chávez (Venezuela) y Néstor Kirchner (Argentina), que tuvo como resultado la paralización definitiva del proyecto.
Pero el No al ALCA fue un amplio movimiento político-social llevado adelante por gobiernos, partidos políticos, sindicatos y organizaciones sociales de todo el continente, para oponerse al libre comercio (como regulador de las relaciones internacionales) y al proyecto estadounidense del ALCA, que había sido establecida por los gobiernos americanos en 1994, que debía entrar en vigor en enero de 2005.
El movimiento sostuvo que el ALCA promovía la desigualdad y la pobreza, y propuso en cambio un orden internacional basado en criterios que permitieran achicar las asimetrías, como el comercio justo (fair trade), la integración económica regional y subregional y la complementación productiva.
Sin dudas, en los últimos cinco años la OEA cayó en un desprestigio y desconfianza generalizada. Ya era impresentable antes de la llegada del uruguayo Luis Almagro a su secretaría general en 2016, sirviendo de base de operaciones de las políticas que Estados Unidos quería imponer en lo que llamaba su patio trasero.
Pero la llegada de Almagro convirtió a la OEA en fuente de calamidades e ignominias, ya que no sólo desvió la mirada ante golpes de Estado promovidos o respaldados desde Washington, sino que pasó a erigirse en su activo organizador, como sucedió en Bolivia e intentó hacerlo en reiteradas oportunidades en Venezuela.