Después del cerco la patria se convierte en añoranza perenne. Lo saben los indocumentados más que nadie. Se convierte en esa carta vieja de papel roto por tanto doblarse y desdoblarse. Está en el recuerdo de los días de lluvia, de la milpa creciendo, de las flores de chipilín frescas y del aroma a café cocido en olla de barro. La niebla de la tierra que se dejó al otro lado del cerco atraviesa las fronteras y se cuela por las rendijas de las ventanas de los rascacielos donde trabajan limpiando los baños y los pisos las generaciones que tuvieron que emigrar porque en la tierra de uno, no encontraron más que violencia y hambre; fueron echadas al olvido y obligadas a emigrar en masa.
Las hojas tiernas de los guayabos rojos se aparecen titilando entre la quemazón del medio día en los surcos de cultivo donde trabajan en cuadrillas miles de indocumentados, sueñan con el agua fresca del río y con la sombra de los tamarindos; la patria entonces es un delirio. La sienten los hombros de los albañiles que cargan los bultos en las grandes construcciones, porque el indocumentado siempre es el último, el que carga más, el que trabaja más horas, el que recibe menos paga, el que siempre dice sí, el que nunca puede decir no; ahí duele la patria en la herida del alma.
Duele en las manos de las mujeres que limpian casas, en la artritis de los huesos, en los brazos de las niñeras que cobijan niños ajenos mientras los propios se quedaron en la tierra lejana a cuidado de los abuelos o de las tías; la patria entonces es un vacío insondable. Duele en las despedidas que no se pudieron dar, en las noticias que llegan de los decesos de los seres queridos, en los abrazos postergados, en las promesas, en los planes a futuro, en la necesidad del reencuentro, en los adioses definitivos cuando se enciende un cirio y se reza en la lejanía por el descanso del alma de quien murió; ahí en el bullicio de una habitación plagada de indocumentados.
Duele en el reclamo de los hijos que exigen desde el otro lado del cerco, el cobijo y la compañía. Duele en los pies ampollados y la piel reventada de los que han caminado durante días huyendo del hambre y la exclusión, buscando en otras tierras un respiro. Duele en el pubis tierno de las niñas mancilladas que fueron carne de cañón en el camino espinado donde transitan los migrantes indocumentados en las carreras despavoridas en otros suelos donde son vistos como despojos; entonces la patria es una herida en carne viva y un trauma de por vida.
La patria que excluye, que violenta, que mata de hambre, que desaparece, que escupe, que humilla, que obliga a emigrar. Que separa familias. Es la patria que duele, el pedacito de tierra de uno que va anclada al pecho, que emerge entre los poros, que palpita sin cansancio en el corazón herido, que se curte en la piel, que se añeja en el cansancio de los años y a la que desean volver un día, es la patria mal agradecida que recibe millones de dólares en remesas de los hijos que obligó a migrar y que jamás la olvidan: es la patria del indocumentado y para amarla así hay que tener las agallas de saltar al otro lado del cerco, ¡no cualquiera!