Aram Aharonian
Los ataques de septiembre de 2001 llevaron a Estados Unidos a la campaña más larga y costosa de su historia: la llamada “guerra contra el terror”. Las operaciones internacionales, apoyadas por países aliados y la OTAN, conllevaron no solo a abrir frentes de batalla en varias naciones del Medio Oriente, sino también a una cacería de los principales líderes y miembros de lo que Washington consideraba “organizaciones terroristas”.
Desde inicios de la década del 2000, las cabezas de supuestos miembros de Al Qaeda, el Talibán y otros grupos extremistas comenzaron a figurar en la lista de los más buscados del mundo. El “acta patriótica” de EEUU calificó de terroristas (prohibiendo la entrada al país) a miles de antiimperialistas, que no es lo mismo que terroristas.
El fracaso de la CIA a la hora de detectar las señales que advertían de los ataques del 11 de septiembre de 2001 se ha convertido en uno de los temas más controvertidos en la historia de los servicios de inteligencia. Ha habido comisiones, revisiones, investigaciones internas y más. Y, sin embargo, dos décadas después de aquellos atentados nadie ha sido juzgado. Osama bin Laden, el esquivo supuesto líder de Al Qaeda, murió en mayo de 2011 en una operación secreta “a lo Rambo” en Paquistán. Pero otros cinco sospechosos, entre ellos la “mente detrás de los ataques”, están presos en la base naval estadounidense de Guantánamo, en la isla de Cuba.
En 2014, el Comité de Inteligencia del Senado reveló que la prisión de Guantánamo era parte de un “programa de detención secreta indefinida”, en el que se hacía uso de violentos métodos de tortura, los que brindan un amplio margen para posibles apelaciones contra cualquier condena que se prolongarán durante años. De acuerdo con Human Right First, los prisioneros de Guantánamo se encuentran en un limbo que no solo les impide ser trasladados a Estados Unidos en caso de emergencia, sino también de ser llevados a las cortes federales.
Es una de las tantas razones que -incluso teniendo presuntos responsables- el mayor atentado en la historia de la Estados Unidos no haya llegado a juicio en 20 años. Pareciera que nadie está interesado en un juicio, que podría revelar demasiadas manzanas podridas.
Aunque desde 2008 el presidente Barack Obama ordenó el cierre de dichos centros de detención a lo largo del mundo, Guantánamo en Cuba sigue abierta y allí se sigue torturando a los cinco principales (sindicados como) organizadores de los atentados: el kuwaití Jalid Sheij Mohammed, quien estudió en Estados Unidos antes de luchar en Afganistán en la década de 1980, es presentado como el “cerebro detrás de los ataques del 11 de septiembre”. Junto a él están el paquistaní Ammar al Baluchi, detenido en abril de 2003 en Karachi, los yemenitas Walid bin Attash y Ramzi bin al Shibh, y el saudita Mustafa al Hawsawi.
En octubre de 2016, el entonces presidente George W. Bush aprobó un nuevo mecanismo para juzgar a los convictos de la “guerra contra el terrorismo” a través de un sistema de tribunales militares que desconoce los derechos fundamentales de los acusados. Después de más de 15 años de juicios militares en Guantánamo, todavía no se sabe qué leyes sustantivas se aplican en estos casos. Los cinco presuntos “coconspiradores” del 11S fueron acusados por ese sistema, pero luego el presidente Obama detuvo el caso y suspendió los tribunales militares para agregar más protecciones al debido proceso. Pero desde aquel 11 de septiembre, más de 650 personas han sido condenadas por delitos relacionados con el terrorismo
La única manera de saber con certeza si estas personas son realmente responsables de los terribles eventos del 11 de septiembre es permitiéndoles un juicio justo. Más allá de 20 años más de injerencismo, terrorismo mediático y militar y amenazas a granel, es algo que la justicia estadounidense le debe a los cientos de familias que perdieron a tres mil de los suyos ese día: la posibilidad de que se haga justicia.
Estados Unidos exportó la catástrofe, pero al priorizar las ganancias de la industria armamentista, se infringió una grave herida al desviar para fines militares unos recursos que debió emplear para el combate a la pobreza, el rescate de la educación pública, la atención sanitaria para los millones de estadunidenses que no cuentan con ella o la rehabilitación de unas infraestructuras que hoy lo colocan lejos del resto del mundo desarrollado en casi cualquier parámetro de bienestar.
Un informe de la Universidad de Boston señala que el costo de lo que sobrevino después del 11-S en la llamada guerra de terror supuestamente contra el terrorismo fue de ocho billones de dólares (ocho millones de millones), mientras 40 millones de estadounidenses viven debajo de la línea de pobreza, 27 millones no tienen acceso a un seguro médico, la educación está alarmamente deteriorada, y las condiciones de infraestuctura están por debajo de los estándares nacionales e internacionales.
Los halcones de EEUU no están solos, tienen de su lado a la derecha y extrema derecha. El ex primer ministro británico Tony Blair, en una conferencia conmemorativa del vigésimo aniversario de los atentados terroristas de 2001 en Nueva York, insistió: “necesitamos más botas [soldados] en el campo de batalla para combatir el terrorismo”.
Blair dio una conferencia sobre Irak en 2014 en Florida, en la que abundó en bromas y anécdotas divertidas sobre la guerra y la posguerra, por lo cual cobró una fortuna. Pero se abstuvo de hablar sobre lo que unos años atrás, con absoluta impunidad, el mismo expresidente George Bush había reconocido: las razones (“excusas”) para ir a la guerra habían sido “basadas en errores de inteligencia”.
“Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno.
Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos, hondas horas de dolor. Volver, con la frente marchita”, cantaba ya hace casi un siglo Carlos Gardel.
Desde que a principios del siglo XIX se estableciese en Estados Unidos la llamada Doctrina Monroe, el intervencionismo estadounidense en el continente americano ha sido una práctica habitual y creciente, hasta convertirlo en el derecho a tener un área de influencia propia y exclusiva. Cuando comenzó la Guerra Fría, Estados Unidos llevó a cabo numerosas intervenciones militares y de sus servicios secretos con el fin de desestabilizar gobiernos no alineados con Washington, acusándolos de comunistas o terroristas.
El entonces senador John F. Kennedy señalaba en 1959 que “En América Latina los ejércitos son las instituciones más importantes. El dinero que les enviamos es un dinero tirado por el caño en un sentido militar, pero es un dinero invertido en sentido político”.
Algunas cosas, como la enorme asimetría de poder, no han cambiado, pero Washington ya no despliega una sola política latinoamericana, sino diferentes estrategias bilaterales o subregionales: México, América Central y el Caribe conforman un área profundamente integrada (a través de la migración y el comercio) a Estados Unidos; la zona andina constituye el foco de mayor preocupación, debido a la inestabilidad política (que ellos provocan) y el narcotráfico; mientras que los países del Cono Sur cuentan con un margen de maniobra que no existía en el pasado.
El patrón de las relaciones interamericanas es en la actualidad muy diferente del de los 60´, 70´, 80´ y principios de los 90´ del siglo pasado. Hoy las autoridades estadounidenses sustituyeron «comunismo» por «terrorismo» como prisma distorsionado a través del cual se abordan otras cuestiones, como las drogas o la inmigración.
O cuando un funcionario estadounidense de alto nivel quiere intimidar a líderes políticos de un país como lo hicieron con el Brasil de Lula da Silva o la Bolivia de Evo Morales, y que se encaraman con los gobernantes de Nicaragua o Venezuela con disparatas acusaciones y sanciones, o cuando miembros del Congreso o de los medios estadounidenses (e incluso las series de televisión) implantan en el imaginario colectivo el confuso eje «Castro-Chávez-Lula-Morales-Correa, o de un giro a la izquierda en América Latina, o incluso de una supuesta amenaza china a América.
EEUU ya no cuenta con la solidaridad panamericana –con una Organización de Estados Americanos demasiada atada a los dictados de Washington- en franco declive para lidiar con la mayor parte de las cuestiones internacionales. Las intervenciones de Chile y México en los debates de la ONU previos a la invasión a Iraq, el apoyo sudamericano al intento de Venezuela de ocupar el asiento regional en el Consejo de Seguridad y las amplias diferencias en el modo en que los países latinoamericanos y EEUU tratan a Venezuela y a Cuba ilustran este punto.
Pero la presencia militar en “América Lapobre” sigue vigente: Acaba de enviar 400 marines como ayuda humanitaria a Haití. Ante el fracaso de los hombre el presidente Joe Biden eligió a la generala Laura Richardson para dirigir el Comando Sur, la primera mujer que tendrá una posición de tal envergadura.
Su unidad es la integrada por bases en toda la región y también la Escuela de las Américas que pergeñó y avaló los peores golpes de Estado. Ahora están bajo su mando la base de Valparaíso, Chile; los laboratorios de la Naval Medical Research Unit (NAMRU) en Perú, Honduras y Galápagos; la versión judicial de la Escuela de las Américas, en El Salvador, y la auténtica Escuela de las Américas, la gran fábrica de genocidas y torturadores situada en Fort Benning (Georgia).
En su gira regional paró en El Salvador, donde opera la Law International Enforcement Academies (ILEA), considerada la nueva Escuela de las Américas, para entrenar a policías, jueces y fiscales en la cacería del “crimen organizado”, esos delitos “extraordinariamente peligrosos para la seguridad interna de Estados Unidos”, según la definición de Barack Obama. En Honduras visitó la Base Aérea Soto Cano, donde recientemente la NAMRU abrió una nueva sede –hermana de las radicadas en Perú y Ecuador– destinada a desarrollar armas biológicas. Luego vio las instalaciones en las caribeñas Aruba y Curaçao, bajo bandera de Holanda y las siete bases militares en Colombia.
Richardson también tiene bajo su mando el Centro de Lanzamientos Aeroespaciales de Alcántara en Brasil y, en Chile el Centro de Entrenamiento para Operaciones de Paz de Fuerte Aguayo, Valparaíso, una construcción de alto nivel que simula una verdadera ciudad (nunca se dijo por qué el Comando Sur la financió). Los investigadores chilenos Pablo Ruiz y Alicia Lira, opinan que en realidad se trata de una base de entrenamiento “en contrainsurgencia donde se dio instrucción militar y donde hubo y quizás siga habiendo presencia de marines”. Ruiz agrega que “los militares norteamericanos compran gasolina en nuestro territorio, lo que hace suponer que Chile es una base de tránsito para el ejército de Estados Unidos”.
Aunque desde hace seis años el Pentágono despliega un programa llamado Proyecto Cíber, o Plan X, orientado a desarrollar las “cibercapacidades” de los mejores alumnos egresados de la prestigiosa Academia de West Point, en Nueva York, poco se sabe sobre él. Es, según Army Times, “la última y más novedosa rama de la carrera militar del ejército”. Richardson no tiene antecedentes en la materia, pero si un papel distinguido la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA).
Andrés Gaudín considera que si el Plan marcha y DARPA hace honor a sus antecedentes –el lanzamiento de Arpanet, el programa precursor de Internet, y luego la tecnología en la que se sustenta el sistema de navegación GPS– la generala podría tener desde allí una nunca imaginada plataforma de lanzamiento. A su vez, Jorge Majfud señala que, cada vez que Washington puso “botas en tierras”, fracasó. O tuvo un éxito parasitario, como en el desembarco en Cuba en 1898, cuando los “negros rebeldes” tenían su independencia casi ganada y había que evitar una nueva Haití tan cerca.
O como en Normandía, conocido como Día D, cuando los rusos ya habían puesto 27 millones de muertos sobre tierra antes que los occidentales secuestraran toda la gloria de haber derrotado al nazismo, esa cosa tan querida y popular entre los grandes empresarios estadounidenses.
Carolina Vázquez por su parte indica que los hechos han demostrado cómo la vida humana es un factor ausente en los planes geopolíticos de naciones con un poder tan ilimitado como sus ambiciones. Lo más preocupante de la ecuación es la certeza de que esas naciones superdesarrolladas han creado a sus propios monstruos, sistemas cuya infalibilidad no está garantizada y su hegemonía es tan fuerte como el más débil de sus estrategas.
Dicen que la humanidad solo se detiene ante las evidencias. Las pruebas las conocemos de sobra. Y hoy, a 20 años del 11 de setiembre neoyorquino y la invasión a Afganistán, el cambio climático no es ya una advertencia ni un peligro sino un hecho, como colofón de una pandemia que sigue matando, que lleva al desempleo y al hambre a millones de personas y que deja el futuro entre signos de interrogación.
Y ahí, desde el viejo filme, Carlitos Gardel, con el sombrero gacho caído sobre la frente y en la cubierta del barco que lo devuelve al Río de la Plata, nos ecita los versos de Lepera: “…sentir, que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…”