Ella era de un barrio humilde de Florencio Varela, Él era de Quilmes, justo en el límite que divide Varela de Quilmes. Se conocieron de casualidad, en un boliche de la avenida Calchaquí llamado en aquella época “Je Taimé”, en un domingo “de matiné”. Ella tenía quince, él dieciséis, en una tarde mágica para los dos.

Ella lo encaró sin rodeos.

–¿Vos sos Darío? – preguntó.

– No – respondió él, con sonrisa socarrona.

Al verla tan enojada con la inesperada contestación, de inmediato accedió a reparar su mentira diciendo que sí, que era él. De ahí en más ese amor a primera vista nunca más dejaría de crecer. En ese domingo, luego de haberle prometido todo: matrimonio, hijos, una casa y hasta un perro, solo ella lo aceptó en su andar.

Al domingo siguiente quedaron en verse, pero por alguna razón del destino ella no asistió a la cita. Él quería olvidarla pero en su mente seguía sonando su sonrisa encantada que no le dejaba pensar.

Trascurrieron dos domingos más hasta que ella apareció, como salida de un cuento. Él estaba maravillado con solo verla ahí, parada, ante sus ojos. Ella corrió a sus brazos, como en una novela de amor. Pidió disculpas por la tardanza.

–Amor, acá estoy, ya llegué –le dijo al oído.

Parecía que su encuentro fuera la continuación de vidas anteriores, porque desde aquél día, el uno no iba a poder vivir sin el otro. Jurándose amor eternamente, sellaron el pacto con un beso que hasta el día de hoy perdura en él latido de sus corazones.

Corría el año 1989, ella tenía quince, él dieciséis. Caminando el tiempo juntos, creciendo a la vez, enfrentaron a ambas familias que desde el primer momento desaprobaron la relación.    “Eran muy chicos para entender que querían de la vida”, decían e intentaron separarlos.

Ella fue internada en un reformatorio, por decisión materna. Él, después de llorarla como si estuviera muerta, decidió ir a buscarla. Encontró la dirección gracias a un cura que conocía. Sin pensarlo, se embarcó, pasando toda la capital hasta llegar a San Miguel, el colegio de monjas donde ella se encontraba.

Él no tenía muy claro cómo sacarla, “de qué manera entrar a rescatarla”.

Llego al lugar, un convento antiguo que se extendía por dos manzanas. Rodeo las dos manzanas hasta llegar al campo de deportes, la buscaba desesperadamente asomándose por las hendijas de un viejo portón. Imposible divisarla entre tantas que había en el lugar.

Cuando la desesperación ya lo abrumaba y estaba a punto de saltar, un patrullero lo intercepta, lo palpan de armas y preguntan: “¿qué está haciendo aquí?”. No sé porqué pero no lo quisieron llevar, caprichoso destino.

Volviendo en el tren, apesadumbrado por su derrota, seguía buscando la manera de sacarla. Pensó en entrar a buscarla con arma en mano al grito “¿Dónde está ella?”. Pero la idea iba perdiendo contexto en la forma que si lograba rescatarla ¡cómo salir del lugar sin ser perseguidos por la policía y no ser atrapados en él intento!

Llegó del cielo una idea providencial que tenía que funcionar. Se trataba de hacer creer a la madre de ella que él no tenía más interés en su hija, que se había enamorado de otra mujer y estaba esperando descendencia.

Y así aconteció que una amiga de ella se encargó de que la madre se enterara del asunto. Finalmente ella consiguió una salida especial de un fin de semana con una amiga cómplice. Él la esperaba a dos cuadras de su casa. Habían pasado SEIS meses verse y, ese mismo día, cuando otra vez volvieron abrazarse, entre lágrimas y besos, decidieron escapar. ¿Dónde? Nadie sabía, pero así lo hicieron. Tomaron el primer colectivo que cruzó – un 500– con rumbo desconocido.

Llegaron al barrio de él. Unos amigos le brindaron su ayuda por un par de días, pero las cosas se estaban poniendo densas, con la madre buscándola, con la policía por todo el barrio de él.

Sin dudar emprendieron el viaje muy lejos de todo y de todos. ¿A dónde? Capitán Sarmiento, una localidad rural muy lejana de aquéllos barrios. Se escondieron en un parque de diversiones de unos gitanos conocidos de él, quienes les recibieron muy amablemente.

Allí pasaron los mejores meses de sus vidas, casi de luna de miel, muy enamorados, y ella quedó embarazada. A todo esto ya había pasado bastante tiempo y las cosas en el barrio se habían calmado, por lo que decidieron volver.

Él ya tiene diecisiete y ella dieciséis, y su primer hijo vino como un amanecer. Ambas familias siguen renegando con él afán de separarlos otra vez. Pero, por más que lo intenten, los amores que fueron escritos en el cielo, los hombres jamás podrán hacerlos desaparecer.

Hoy ella y él tienen su tercer hijo y viven en un barrio de Quilmes entre días felices. Le demostraron al mundo entero que se interpuso en su camino, que los amores de verdad son para toda vida y más allá también. Esta historia sigue… con los mismos enemigos de siempre que nunca los dejaron ser, y ellos abriéndose paso contra viento y marea. Ellos son y serán mañana también.

Mariela Martínez y Dailo González en la actualidad.