En las Olimpíadas de este año se han estado destapando problemas que se arrastran desde hace tiempo y que se relacionan con la salud mental.
La gimnasta estrella de EEUU en las olimpíadas anteriores, la pequeña Simone Biles, decidió liberarse de presiones de toda índole retirándose de la competencia en equipo. Fue capaz de tomar aire, respirar profundo y adoptar la decisión de no proseguir por salud mental. Tuvo el coraje de sustraerse a lo que se le estaba imponiendo para resolver no aguantar más, no seguir porque le hacía mal. Al hacerlo nos recuerda su vulnerabilidad, la misma que la de todos nosotros, y con ello se hace un gran favor a sí misma y, de paso, a todos nosotros. Su retirada nos muestra la fragilidad humana, que no somos máquinas, que somos de carne y hueso, que tenemos sentimientos, emociones, que no se nos puede exigir más y más sin parar hasta el infinito, sin respeto por nosotros mismos. En cierto modo Biles nos dijo ¡basta, soy humana, soy vulnerable, y por salud mental me retiro! No hay derecho a exigencias sobrehumanas, ni de las familias, ni de los cuerpos técnicos, ni de los países que representan.
No debe haber sido fácil para Simone Biles abrirse para tomar la decisión gatillada por la presión que los deportistas de primera línea deben soportar, ni el estrés que deben vivir y el agotamiento que involucra un entrenamiento de una intensidad difícil de calibrar. Esa no es vida. Nadie tiene derecho a aguantar lo que ha aguantado Simone y tantos otros deportistas de excepción que viven y sufren en silencio para no defraudar expectativas. Expectativas que no pocas veces, para no ser defraudadas, son satisfechas por la vía de las drogas.
Simone Biles destapó una olla que hace mucho tiempo está hirviendo. Ya había antecedentes de que no todo era tan hermoso como lo pintan. En las olimpíadas de 2016, quien en natación había batido records tras records, Michael Phelps, dio cuenta de la lucha que ha debido enfrentar contra la depresión y el suicidio. Basquetbolistas de excepción también han dado cuenta de problemas emocionales. Y la tenista japonesa Naomi Osaka, quien llevó la antorcha al inaugurarse los juegos olímpicos ha sacado a luz su batalla contra la ansiedad. Deportistas chilenos también se han visto afectados. No hay derecho.
Hace tiempo que las Olimpíadas dejaron de llamarme la atención y la razón está dada por lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo con no pocos de los atletas participantes. Desde hace ya un buen tiempo venimos observando que las olimpíadas han dejado de ser una competencia amateur dentro de límites humanos. Hace rato que dejó de ser amateur por su extremo nivel de exigencia para aspirar a obtener alguna presea, y en el que no pocos países aspiran obtener réditos políticos.
Confieso que ya no disfruto viendo cómo los atletas de élite se desfiguran por levantar más y más peso; ya no disfruto con los clavados, los saltos mortales, ni los records que se baten. No los disfruto porque tras cada triunfo o record hay algo más que esfuerzo, perseverancia, voluntad, disciplina. Hay millones de dólares, hay negocios, hay drogas, hay exigencias que están destruyendo y distorsionando vidas, mientras millones de televidentes a lo largo del mundo observan en pantalla el espectáculo de los milagros deportivos que nada tienen de milagros. Ya no es deporte. Es masoquismo.
En síntesis, no todo lo que brilla es oro.