26 de julio 2021. El Espectador
¿Dónde andabas?, me preguntó alguien al otro lado del teléfono. Andaba en un lugar en donde nadie se da por vencido.
Andaba reencontrándome con mi amigo Pastor, y con Manuela y Valentina, a quienes no veía desde hace varios meses, cuando vino a Bogotá la peregrinación de los excombatientes.
Andaba en una casa que más parece un milagro; una de esas apuestas que de vez en cuando gana la vida para decirnos que por más infamias que nos rodeen y por más ineptos que nos desgobiernen, el futuro no tiene que ser un charco de pérdidas y perfidias, sino una ventana abierta al sol. Quise explicar más cosas, pero en vez de voz tenía un nudo de silencio, de emoción, esos que uno siente cuando se derrota el dolor y se da un paso a la esperanza.
Andaba en una casa con techos de madera, paredes de cemento y aire de reconciliación. Se llama la Casa de la Cultura “La Roja” y queda en una esquina del barrio La Soledad, en Teusaquillo, Bogotá, Colombia; más exactamente en el punto donde se cruzan las heridas y las palabras, las verdades y la memoria, en las coordenadas de la paz.
No es la famosa Casa Roja construida por el maestro Salmona en la calle 10 de Medellín; ésta –donde fui el sábado– es mucho más que una joya arquitectónica: es una artesanía de la paz, y no conozco mejor obra de arte que una bala que no se dispara. La Casa de la Roja es una sede que tienen los excombatientes de las Farc como ancla de sus proyectos productivos, convergencia y próximo escenario de recitales, tertulias y trabajos; un lugar donde el afecto simplemente sucede, porque renacer es un derecho, y odiar, un desperdicio. Sucede la esencia humana y cercana de quienes hoy empuñan la reconciliación como una bandera que han defendido con su propia vida. Solo falta (¡solo eso!) que la sociedad se dé cuenta, que el gobierno cumpla y el mundo no se canse de acompañarnos.
Volvamos a la Casa de La Roja, donde los muebles son prestados y la convicción es propia. Un colectivo les ayudó con las mesas, las sillas de colores y una nevera. En el mostrador están las libras de café Ana Paz, un emprendimiento de mujeres reincorporadas en Bogotá; hay kimonos, botas, morrales, muñecas de trapo y botellas de cerveza. Todos los productos son hechos por ellos, todos tienen en cada burbuja, en cada costura, una historia de amor, de dolor y perdón; todos significan un adiós a la violencia y un buenos días a esa confianza que no les podemos negar.
Y hay –sobre todo y sobre todos– un montón de ilusiones: Más de trece mil vidas que se salvaron en la guerra, ahora tienen que salvarse en la paz. Y lo digo así, “salvarse”, porque en estos 4 años han sido asesinados 279 firmantes de un Acuerdo que el mundo aclama y el partido de gobierno asfixia.
Nuestro país tiene la geografía más espectacular y pueblos valientes y admirables, pero aquí morirse es un verbo tan ligado a la violencia y los devotos del odio se ufanan tanto de serlo, que resulta más fácil el tráfico de urnas, de sicarios y fusiles, que la compraventa del ají campesino o la miel del regreso. Alguien diría que la guerra nos quedó grande y la paz nos quedó inmensa; que fuimos y volvimos de la degradación de los conflictos, de la estupidez de las armas y la complicidad de los tortuosos; del miedo, los bombardeos y las minas contra cuerpos y almas. Y sí, es cierto, pero casas como ésta, donde la paz sonríe, se esfuerza y se abre paso, nos rescatan de cualquier asomo de claudicación o escepticismo.
–¿Dónde andabas?
–Abrazando la vida…