Se utiliza el término “síndrome de Estocolmo” para describir una experiencia psicológica paradójica en la cual se desarrolla un vínculo afectivo entre los rehenes y sus captores. A pesar de existir muchos estudios con respecto a sus características, los expertos parecen coincidir en el hecho de calificar el síndrome como una respuesta natural de supervivencia ante una situación en la cual la víctima no solo carece del control sobre su entorno, sino además intenta adaptarse a él. A nivel colectivo, se podría aplicar esta patología a ciertas naciones en las cuales se produce una situación de excesiva violencia desde el poder, contra una población incapaz de reaccionar para defender sus derechos, la cual incluso vuelve una y otra vez a otorgar el mando a quienes la someten.
Quizás el lazo afectivo sea algo que no se desarrolla en el marco de las relaciones pueblo-gobierno, pero sin duda se produce una forma de aceptación pasiva y resignada al comportamiento abusivo, discriminatorio y destructivo de quienes poseen las riendas del poder político-económico y cuyo desempeño en la gobernanza tiene todas las características de un secuestro: apoderarse de los mecanismos jurídicos para cometer toda clase de violaciones a los derechos de la ciudadanía, restándole a esta cualquier posibilidad de defenderlos mediante maniobras espurias y la aplicación de métodos represivos y trampas legales.
Las circunstancias que hacen posible la toma del poder político por parte de individuos corruptos y carentes de visión tienen mucho que ver con la manipulación de los recursos públicos con objetivos ilegales e ilegítimos; pero también con la infiltración de supuestas doctrinas religiosas, cuya misión es impedir el empoderamiento ciudadano y las cuales constituyen un poderoso aliado. De este modo, se consigue rebajar de manera sistemática las expectativas de desarrollo y supervivencia de grandes sectores de la población, quienes al final aceptan como algo natural otorgar no solo su aprobación sino también sus recursos económicos al sistema que coarta sus libertades y se apodera de sus riquezas. Como regalo adicional, alimentan el poder de sus captores con absoluta sumisión.
En sociedades con estas características –en donde predomina la actitud pasiva y resignada ante el abuso sistemático- resulta doblemente complicada la consolidación de movimientos colectivos organizados tendentes a desarticular los mecanismos opresores. Por un lado, por un temor arraigado e instalado en la conciencia colectiva sobre los riesgos implícitos en todo cuanto asemeje a la rebeldía y, por ende, a la destrucción del enemigo, sino también porque el sistema somete a la población a un régimen elemental de supervivencia. Por lo tanto, esta agradece cualquier concesión a sus necesidades, aun si esta no llega siquiera al mínimo establecido en leyes y tratados.
En la actualidad, con un escenario pavoroso de restricciones y pérdidas humanas provocadas por el ingreso de un virus mutante –cuyo origen aún es tema de controversia y manipulación informativa- son muchos los países de nuestro continente los sometidos a regímenes políticos cuyas autoridades se mueven en un terreno pantanoso y contrario a sus marcos institucionales. Ante esto, pocos son los ciudadanos comprometidos a ejercer un papel activo y de fiscalización, lo cual permite los excesos de organizaciones e individuos cuyos objetivos se enfocan en mantener un férreo control sobre pueblos y bienes públicos, ante la mirada cómplice de la comunidad internacional y de sus rehenes dentro de las fronteras.