14 de junio 2021. El Espectador
Vi, oí y leí la declaración voluntaria de Juan Manuel Santos ante la Comisión de la Verdad, es decir, ante Colombia y el mundo. Chapeau, dirían los franceses. Aquí, ante las reacciones de una sociedad dolida, escéptica y emocional, siento que la mejor escuela sería una que nos enseñara a comprender el idioma de la reconciliación.
Alguien pide perdón y saltan los críticos. Creo que tenemos los oídos cerrados a las palabras de arrepentimiento, y tantos disparos físicos y verbales nos acostumbraron a vivir a la defensiva y la ofensiva; o la sumatoria de violencias nos atornilló el “piensa mal y acertarás” a un hemisferio cerebral proclive a la hostilidad.
No hay perdones completos ni perfectos, pero abracémoslos, porque son valientes, urgentes y son el tejido de la reconciliación.
Un ex presidente, un premio Nobel de Paz, un hombre que fue y volvió de una y cien batallas políticas y conceptuales, pidió perdón por el horror de los falsos positivos; por no haber creído desde un principio que esa infamia estaba sucediendo, y por su demora en actuar cuando estaba al frente del ministerio de Defensa.
El acto de contar su verdad y pedir perdón frente a la Comisión, no convierte a Santos en el mejor hombre del planeta. No borra el tablero, las culpas o las omisiones, ni le devuelve a sus madres los jóvenes asesinados, porque la muerte no tiene remedio.
Pero una vez cometidos los crímenes que Santos atajó (él no los diseñó ni los incentivó), –ésos que llenaron de luto a Colombia y mancharon de vergüenza a las Fuerzas Militares– es inmensamente valioso que el entonces ministro de Defensa, hoy Premio Nobel de Paz, haya pedido perdón. Debería leerse como una brújula en el camino a la reconciliación y una alerta para que ese horror no vuelva a suceder.
Aclaro: yo no he sido santista de profesión. En la columna “Puerto Libertad” que tuve en el Nuevo Siglo, muchas veces le di durísimo, por el silencio frente a las ejecuciones extrajudiciales, y por haber permanecido tanto tiempo al lado de alguien tan nefasto como Álvaro Uribe. En la primera campaña de Santos, apoyé a Mockus. En la segunda, respaldé a Santos, porque se la estaba jugando toda por la paz. Defendí el proceso y defenderé mientras viva, un Acuerdo que, solo en el primer año, nos ahorró más de tres mil muertos. Santos y su equipo negociador lograron el desarme de las FARC y nos demostraron que una guerra degradada y contaminada, sí tenía una solución concertada y libre de plomo. Ellos dieron el paso más difícil, el que era impensable y rallaba con lo titánico… Pero luego vino la tragedia: el triunfo del uribismo y su descendencia política, dedicados a coger a patadas lo que se había pactado como nación. Por eso, no por el Acuerdo, es que la paz volvió a estar lejos. Lejos, pero no se confundan los detractores ni claudiquen los defensores: la paz sigue siendo irreversible.
Acompaño con respeto, el espacio creado por la Comisión de la Verdad, y ese adorable y sabio ser humano llamado Pacho de Roux. Y a Juan Manuel Santos -a quien reproché “en épocas de bárbaras naciones”- hoy, como el 6 de agosto del 2018, le vuelvo a decir, gracias, señor presidente.
¿Quién dio la orden? ¿Tendrán el exministro Camilo Ospina, autor de la directiva 029 de 2005 (creadora de los incentivos a los militares por guerrilleros dados de baja) y el expresidente Álvaro Uribe, el valor que tuvo Juan Manuel Santos, de poner la cara y pedir perdón?
Amanecerá y veremos, con los ojos que nos queden.