Acorralar a la población como hace el presidente guatemalteco, y crear un caos artificial en la administración de las pocas vacunas disponibles porque, pese a tener los recursos, el Estado ha sido incapaz de proveerse, no parece ser un mal manejo de la situación sino una hábil estrategia, diseñada para permitir al gobernante seguir enriqueciéndose a costa de la vida de sus conciudadanos y, de paso, pagar la deuda a los financistas de su campaña. En días recientes se han visto las imágenes de cientos de adultos mayores haciendo fila durante más de 6 u 8 horas, bajo un frío intenso, para tener acceso a la primera dosis. Frustrados y dolidos por semejante trato, muchos han regresado a su hogar sin vacuna y sin explicación.
Estas imágenes han impactado a la sociedad –aunque todavía no la motivan a reaccionar ante semejante abuso- pero sí la convencen de la supuesta ineficacia del Estado en el desarrollo de los planes de vacunación presentados por el ministerio de Salud de ese país. Sin embargo, piensa mal y acertarás: el verdadero objetivo del caos es allanar el terreno para permitir la administración de las vacunas desde el sector privado, cuyos más conspicuos representantes ya se restriegan las manos viendo cómo se hace posible ese próspero negocio.
El presidente ha sido, en sus 14 meses de gobierno, un ejemplo vivo de la más abyecta sumisión ante el sector empresarial organizado, desde donde se delinean los caminos más tortuosos para convertir al país en un despojo institucional, carente de certeza jurídica y en manos de una burocracia improvisada y corrupta. Con la pandemia en pleno desarrollo y sin salvaguardas sanitarias ni de apoyo a los sectores más afectados, resulta inconcebible la permanencia del mandatario en un puesto de tanta responsabilidad. Sus acciones durante el año transcurrido han revelado su total desconexión con la realidad nacional, pero sobre todo su férreo compromiso con quienes continúan, desde tiempos de la Colonia, apoderándose de todas las riquezas nacionales.
Sin embargo, no ha sido el único en hacer todo lo posible por regalarle los recursos estatales al sector privado. Esa clase de saqueo ya se había perpetrado con éxito, privatizando cuanto servicio público quisieran los empresarios: la línea aérea, la telefonía, la distribución de energía, la banca estatal, el ferrocarril… Todos estos recursos –o por lo menos aquellos que sobrevivieron- pasaron de la “ineficiencia estatal” a una prestación de servicio cara, poco eficiente y monopólica, la cual tampoco significó un beneficio para la población.
Adjudicar a la administración actual todos los problemas que afectan a la ciudadanía no es totalmente justo. En Guatemala, la secuencia de gobernantes ha sido fatal desde el regreso al sistema democrático; y las trampas legislativas -con la ley electoral y de partidos políticos a la cabeza- han impedido de manera solapada y certera la participación política desde las bases mismas de la sociedad. Gracias a leyes casuísticas, cada cuatro años es posible observar la feria de oportunidades para individuos mediocres, pero cargados de recursos provistos por el empresariado organizado y, recientemente, también por las organizaciones criminales (narcotráfico y tráfico de personas), quienes gobiernan desde las sombras.
Esta es la realidad de un Estado fallido. Por eso, cuando se imprime en la conciencia colectiva la farsa de la “ineficiencia del Estado” y se pavimenta de ese modo el camino para mayor enriquecimiento de las castas económicas, se apuñala una vez más a esa población cautiva de la mentira y del despojo.