El régimen de abusos y desigualdades tiene su origen en la Constitución, la que reduce el rol del Estado a un mero agente subsidiario de la iniciativa económica. Subsidiario para los más débiles, pero activo en favor de los ricos.

El discurso del crecimiento como paradigma del progreso de Chile perdió toda credibilidad. La rebelión del 18-0 y el apruebo de una nueva Constitución lo enviaron al tacho de la basura, poniendo al desnudo los abusos, desigualdades y engaños de ese crecimiento.

El pueblo se dio cuenta que la Constitución y todas las instituciones derivadas (Código Laboral, AFP, ISAPRES, educación mercantilizada y agua privatizada), permitieron que una minoría se apropiara de los frutos del crecimiento.

La Constitución chilena ha constitucionalizado una economía de mercado neoliberal al servicio de unos pocos. Así las cosas, el 1% más rico se apropia del 30% de la riqueza, mientras el 50% más pobre sólo se lleva el 2%.

La base de ese enriquecimiento ha sido, por una parte, la producción y exportación de recursos naturales, con concesiones generosas del Estado; y, por otra parte, la expoliación inmisericorde que sufre la ciudanía en manos del gran empresariado, que monopoliza los servicios, el comercio y las finanzas y que gracias a la colusión roba a consumidores, clientes y estudiantes.

La acumulación de riqueza de los grupos económicos les ha otorgado un inmenso poder fáctico en el país gracias a la propiedad de los principales medios de comunicación, al control ideológico de las universidades y sobre todo a su determinante influencia en la vida política. Ello ha afectado el despliegue de una democracia política plena en el país.

Por cierto, lo más grave ha sido la utilización de ese poder para comprar políticos y economistas para favorecer sus negocios. Así las cosas, el Estado y la clase política no cumplen con su tarea: no controlan al gran empresariado, no lo regulan, no le cobran royalties por la explotación rentista de nuestros recursos naturales, le facilitan la colusión y la elusión impositiva y, además, le han abierto el camino para que operen, sin control, en paraísos fiscales.

Es preciso reconocer entonces que el gran capital es el que manda en Chile. Aquí radica el problema central del país: en la inexistencia de democracia económica lo que debilitado la democracia política.

El régimen de abusos y desigualdades tiene su origen en la Constitución, la que reduce el rol del Estado a un mero agente subsidiario de la iniciativa económica. Subsidiario para los más débiles, pero activo en favor de los ricos.

Fundado en la subsidiaridad, el Estado entregó sin costo al gran capital la concesión de nuestra tierra, ríos y mares; y, también, permitió un sistema comercial y financiero oligopólico que extrae inmensos excedentes gracias a la colusión y a la desregulación; y, finalmente, inventó una política social (que la llaman focalización), que entregó al gran capital la educación, salud y previsión para la ganancia empresarial directa.

Por su parte, la política macroeconómica (de equilibrio y estabilidad) ha sido generosa con los impuestos al gran capital y de alto costo para el funcionamiento de las pymes. Desde luego el Banco Estado dejo de ser un organismo promotor de las pymes y no se inhibe en financiar a la gran empresa, mientras las instituciones regulatorias como el SERNAC, la FNE e incluso Impuestos Internos han sido complacientes con las grandes empresas.

Por las razones expuestas Chile necesita democratizar la economía. Y, todo comienza con una nueva Constitución, porque un nuevo texto constitucional debe frenar el poder del 1% y de sus grupos económicos.

Es preciso colocar en su sitio al gran capital, subordinándolo a los intereses de la mayoría nacional. Se le debe empujar hacia la industrialización, asegurar un régimen regulatorio que impida la colusión, que cierre las puertas a los paraísos fiscales e independice a los medios de comunicación del poder económico. Y, por cierto, no puede continuar el empresariado haciendo negocios con la educación, salud y previsión. No es tarea fácil, pero ahora es el momento.

Para alcanzar esos objetivos se precisa:

. Un Estado vigoroso, protagonista de la economía y promotor del desarrollo. Subsidiario para las grandes empresas y activo para el resto de la sociedad.
. Un nuevo modelo productivo, fundado en la industria de transformación y no en la exportación de materias primas.
. Una macroeconomía para el desarrollo, con una política fiscal, monetaria y tributaria favorable a la industria, a las Pymes y defensora de la mayoría nacional.
. Garantizar la sindicalización y negociación colectiva.
. Una política social fundada en derechos universales
. La separación de los negocios de los medios comunicación.
. Sanciones implacables contra la colusión y la corrupción.
. El cuidado de la naturaleza, el medio ambiente, de los territorios y las comunidades que los habitan.
. El derecho de los pueblos originarios a construir su destino económico y político
. Los mismos derechos políticos, económicos y sociales de hombres y mujeres.
. Condiciones y límites de la propiedad privada, en el entendido que su función social es ineludible.
. Convertir la educación, la ciencia, tecnología e innovación en instrumentos fundamentales para hacer realidad un nuevo proyecto de desarrollo, con equilibrios económicos, sociales y medioambientales.

Una propuesta de democracia económica exige una mayoría nacional, desafiante y activa, que reúna a hombres y mujeres, trabajadores, pueblos originarios, estudiantes, pequeños y medianos empresarios, organizaciones ciudadanas. Y, requiere también una patriótica articulación de todas aquellas organizaciones políticas (hoy dispersas), comprometidas con una nueva Constitución y con el cambio del modelo económico de injusticias.
constituyente