Texto escrito durante el último conflicto en Medio Oriente
Cuando era joven estudié diseño de imagen y sonido en la Universidad de Buenos Aires. Una de las cosas más importantes que me han dejado esos tres años de estudio fue algo que nos dijo una vez nuestro profesor de montaje. Nos había dicho que todo film documental es en realidad una ficción. Que el sólo hecho de posicionar una cámara en cierto ángulo es en sí una elección subjetiva que manipula de alguna manera la imagen que se quiere transmitir, dejando fuera de cuadro otros elementos que componen la realidad que se desea mostrar.
Más joven aun, vivía en Israel. Siempre sentí fascinación por las fronteras. Recuerdo viajes a Jerusalén o al norte del país. Llegábamos siempre a algún lugar desde el cual se podía ver Jordania, el Líbano o Siria, aquellos territorios prohibidos que tanta curiosidad despertaban en mí. Con esta misma curiosidad me daba cuenta que el paisaje no cambiaba para nada del otro lado de la frontera. Más tarde, durante mis viajes en avión, solía mirar la tierra con esa misma impresión; sin poder encontrar esas fronteras tan visibles en los mapas.
Todos nosotros somos consumidores. Predadores de información. Es lo que hacemos durante casi todas nuestras vidas. Tenemos una sed insaciable de información, poco importa su calidad, menos aún su utilidad. Leemos un diario, con mucha suerte dos, escuchamos nuestras emisiones de radio preferidas y miramos la tele. La mayoría nos limitamos a medios de comunicación cercanos a nuestros puntos de vista. De tal manera nos sentimos más cómodos. Formamos nuestras opiniones basándonos en esta ilusión que tenemos de conocer lo que sucede a nuestro alrededor, utilizando estos puntos de vista extremadamente parciales que consumimos a diario.
La sociedad de consumo y las políticas del libre mercado nos empujan no solamente a consumir, sino también a producir y reproducir la información, de una manera aun más deformada y parcial. Blogs, redes sociales, nos dan una agradable impresión de hacer oír nuestras voces, de aportar un granito de arena pero, ¿a qué? Masticamos información previamente masticada para luego vomitar una versión aun más borrosa y compartirla con nuestras amistades virtuales. Estas informaciones hacen su camino hacia las conciencias, modelan las ideas y luego los lectores vomitan su propia versión y así sucesivamente.
De esta manera, basados en una información deliberadamente incompleta, masticada y vomitada hacemos nuestras elecciones. Tomamos partido y salimos a la calle o a los foros virtuales para gritar nuestro punto de vista. Haciendo esto, alineándonos con otros consumidores tan ávidos como nosotros mismos, creamos un frente que se opone a otros frentes, compuestos por personas que han elegido masticar y vomitar otra versión de aquello que erróneamente llamamos “realidad”. Bañados en nuestros propios vómitos, y en los vómitos de los otros, “luchamos”, “militamos” pero en realidad no hacemos otra cosa que ahogarnos. Estamos cavando nuestra propia fosa común. Cada granito de arena aportado por cada uno de nosotros es en realidad nuestro aporte a este pozo, cada vez más profundo y oscuro.
Las fronteras son un invento genial. Un límite claro, a veces lingüístico, étnico, a menudo sólo político o económico. Desde la infancia nos inculcan las fronteras. Nos enseñan esta idea de que somos todos diferentes, separados, condimentando estas doctrinas con un poco de etnocentrismo. “Nuestra historia, nuestra lengua, nuestra tierra”, en oposición a “la historia de los otros, la lengua de los otros, la tierra de los otros”. A menudo agregan también la religión o el régimen político y económico. Nadie nos dice que todo esto es imaginario. Nuestras regiones, países, patrias no existen. Se trata de conceptos, ideologías, puntos de vista. Una idea un tanto chocante para nuestros egos colectivos…
Seguramente necesitamos de estos conceptos si tenemos en cuenta la manera según la cual la humanidad organiza su vida pero, ¿es realmente tan importante? ¿No se tratará de una jaula que nos aprisiona? ¿Puede justificarse la represión y el terror contra un grupo de seres humanos por el solo hecho de identificarse con otro concepto que aquel que tienen los represores? Lo sé, lo que estoy diciendo es un tanto abstracto y otro tanto naif… La geopolítica, la economía, los intereses de las potencias, etc. Pero a un nivel más humano, más personal, ¿importa algo todo esto? ¿Acaso no es posible operar una pequeña toma de consciencia individual al respecto? ¿Luego unir estas consciencias y producir un cambio colectivo?
Los límites, las fronteras, son necesarios durante la infancia, para los debutantes. Una vez crecidos y maduros, nos damos cuenta que no son necesarias y que no existen. Pero para que esto sea posible dependemos los unos de los otros, de nuestra capacidad de retenernos y de tomar en cuenta al otro por más diferente que sea.
Entre aquella infancia en Israel y mis estudios en Argentina solía escuchar un grupo de rock llamado “Fugazi”. Recuerdo una frase de una de sus canciones que decía: “Poco importa lo que está a la venta, lo que importa es lo que compras”. Esta frase me acompaña siempre, me la repito cada vez que leo un diario, cada vez que escucho la radio y en las raras ocasiones que miro la tele. Me la repito cada vez que veo una bandera, que cruzo una frontera o que escucho el himno de algún país. La repito también en el supermercado, que es una fiel representación de nuestra sociedad y de la manera según la cual consumimos y tomamos nuestras decisiones.
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