Vale preguntarse cuál es el afán de mantener la lucha, si no parece dar frutos concretos. Lo que para unos es un esfuerzo psicológico e intelectual poner en argumentos razonados la pertinencia de combatir la violencia contra la mujer y la niñez, para otros es arremeter contra un muro de estereotipos, prejuicios y costumbres arraigadas desde los estamentos más antiguos: religión y política. La frustración es constante. Cada día, millones de niñas y mujeres alrededor del mundo experimentan la realidad de ser ciudadanas de segunda, sin acceso a la libertad ni a la justicia.
Es pertinente preguntarse, por lo tanto, de qué han servido tratados y convenciones destinados a proteger los derechos de este sector, si todavía los países firmantes de esos textos de buenas intenciones –verdaderos poemas cargados de fantasía- son exportadores de esclavas para explotación en redes de trata, y sus sistemas de seguridad y justicia son incapaces de actuar en defensa de niñas y mujeres agredidas, asesinadas o desaparecidas. Las espeluznantes cifras, especialmente en países en desarrollo como los nuestros, hablan por sí solas y revelan la inexplicable nube de indiferencia sobre los crímenes de femicidio.
Las olvidadas por la justicia pertenecen a todas las capas de la sociedad. En temas de violencia doméstica, femicidio o agresiones sexuales, no hay diferencia entre ricas y pobres, habitantes de las ciudades o del campo, ciudadanas de países desarrollados o de los rincones más olvidados del planeta. El fenómeno, acallado por los medios durante siglos -aun cuando despunta desde hace algunos años- es aún un tema tabú motivo de controversia y descalificación por los sectores más conservadores. Hoy, revisando archivos encontré una columna escrita en 2011, en la cual consigné un texto literal del recurso legal contra la Ley de Femicidio y Otras Formas de Violencia en Guatemala presentado por el abogado y notario Romeo Silverio González Barrios. La cito por ser una pieza de antología merecedora del oprobio público. El profesional del derecho afirmaba en ella: “D) La ley contra el Femicidio y otras formas de Violencia contra la Mujer, es discriminatoria aunque se haya promulgado con la intención de proteger a la mujer o de elevarla a la condición del hombre (sic)”. Asimismo, en los preámbulos, haciendo gala de su desprecio por el laicismo del Estado y, por ende, de la libertad de culto consagrada en la Constitución de la República, describe a la familia como creación de Dios y la violencia como consecuencia de los actos relatados en el Génesis, en los cuales coloca a la mujer como ser subordinado a la voluntad y autoridad del marido (…”y él se enseñoreará de ti”).
Ese vínculo tan estrecho entre fe y sometimiento de las mujeres -para convertirlas en objeto de uso y abuso- ha permeado incluso a sectores poco afines a los dictados de las doctrinas religiosas. Es decir, se consolidó como una forma de convivencia aceptada por conveniencia del sistema patriarcal, cuyo interés social, político y económico se basa en el dominio y control de una porción mayoritaria de la población. La liberación de este importante sector, por lo tanto, sigue siendo una amenaza al sistema y, consecuentemente, todos sus esfuerzos por alcanzar la igualdad en esos tres ámbitos constituyen una afrenta para el estatus. Es importante estar consciente de que los tiempos que corren –con la pandemia y otras crisis mundiales- contribuyen de manera importante a frenar el avance en derechos y oportunidades para niñas y mujeres, retroceso que lleva implícito un alto costo para el desarrollo de las sociedades y una inaceptable forma de violencia para todas.