Un brillante y no menos cuestionado periodista argentino, hace veinte años se dio el lujo de decirle “asqueroso” a un miembro de la Corte Suprema y evitar una condena en el mismo tribunal, porque era un atento estudioso del diccionario de la Real Academia. Así que antes de sentirte ofendido, mirá el diccionario (de la RAE, claro) y verás que la cadena de sentidos nos muestra que un estúpido es un “alelado, absorto o distraído”, tales las acepciones correspondientes a “pasmado”, el último eslabón de acepciones.
Desde distintas perspectivas vengo hablando de este fenómeno que la pandemia dejó al descubierto: paradojalmente, quienes se resisten a ponerse la máscara (mascarilla, tapabocas o barbijo) es porque no se la quieren sacar. Claro está que no se trata de la misma.
“Personna” es el término que designa la máscara que se usaba en teatro antiguo y mostraba el rol. Después pasó a nombrar al individuo en su aspecto relacional. La personalidad es, en síntesis, la batería de máscaras que usamos para estar en relación con otros.
Más acá o detrás de la máscara, está cada cual, lo que se es sin el condicionamieto que implica la mirada ajena, la aceptación, demanda o exigencia que podemos leer en los demás, o la expectativa que podemos tener respecto de ellos, o sea nuestra demanda.
La pandemia nos impuso el encierro, cortó la inmediatez en nuestras relaciones cotidianas. Alteró las respuestas que damos a las exigencias que plantea vivir en sociedad y que, en términos generales, hemos asimilado como nuestras expectativas, objetivos, hasta deseos. Lo que queremos dar o hacer, en definitiva es un mostrar, y eso nos hace sentir que somos lo que somos. Es lo que se entiende por el “ser social” de cada cual.
Ese ser social vió abruptamente interrumpido su desarrollo y con él, nuestras expectativas, anhelos, propósitos, deseos, que en su enorme mayoría se pueden cumplir en ocasión o a través de los demás.
Sobrevino el silencio, dejamos de tener la estimulación habitual y nos desorientamos. La estupefacción habitual nos reventó en la cara, nos quedamos sin los espejitos de colores de cada día, las ilusiones que le compramos a la publicidad consumista o las promesas nunca suficientes que nos someten.
En ese silencio, el sistema socioeconómico en que vivimos dejó al descubierto sus falencias: nos pide todo y da muy poco a cambio. Disponer de tiempo contrastó con la que hoy es la normalidad anterior. El sistema de salud pasó a ser protagonista y, a la vez, indicador de la falta de solidaridad. No la de sus miembros, sino la de los que resisten las restricciones. Una falta de solidaridad que se puso de manifiesto como característica del sistema global que no mantuvo el sistema de salud y que demoró –cuando la dio- una respuesta a las necesidades de quienes no podían permanecer encerrados si querían seguir viviendo. Por lo general, quienes se dieron el lujo de resistir en nombre de su libertad, no necesitan salir a ganarse la vida.
Así que el 2020 fue el año del desenmascaramiento: del consumismo, por un lado (me vi tentado de mencionar al neoliberalismo, pero el problema es más viejo y extendido); por el otro, de la estupidez que lo sostiene. Que se complementa con la ignorancia resultante de la falta de nutrición de tantos.
Este consumismo es una actitud frente al mundo. Puede ser la general, el tener que dedicar la existencia a obtener los recursos materiales que la sostienen, o la específica, el vivir para los objetos de consumo suntuario. En todo caso, cualquiera de estas actitudes delata que la orientación de la vida es hacia el mundo, para consumirlo, para devorar cosas y/o personas.
Si se tratara de devorar cosas para sobrevivir, tendría una lógica biológica, animal. Pero el problema radica en que se devoran personas, enormes masas de personas que dedican sus vidas a amasar fortunas para otros. La pandemia nos vió engrosar con nuestros ahorros (los que tenemos) las fortunas de unos pocos, en una de las demostraciones más cabales de la injusticia e imprevisión de este sistema.
Esto puso en negro sobre blanco no sólo la falta de solidaridad que antes se disfrazaba de buenas intenciones, sino que la misma sociabilidad que ejercíamos carecía de todo fundamento concreto. La hoquedad en las relaciones, vaciadas de sentido por el peso que significa tener que dedicar la mayor parte del tiempo a ganarse la vida, se hizo patente.
Paradojalmente, las comunicaciones virtuales transmitieron la sobrecarga de afecto que el aislamiento provocó, y la necesidad de un contacto humano pleno se hizo patente en los inútiles intentos de sustitución intermediada.
Lo doméstico se redimensionó, dando importancia a las pequeñas cosas, haciéndonos revalorar el espacio que habitamos cotidianamente (los que tenemos).
Hasta la reanudación de las tareas con el teletrabajo (los que pudimos), el encierro nos dio tiempo. El golpe de nuestra acción en el vacío, el no tener dónde aplicar nuestra energía, nos emplazó en otra dimensión temporal. Quienes más, quienes menos, habrán podido sentir que las cosas, como venían antes, no iban a ningún lado interesante.
El uso que habremos hecho de ese tiempo, el que podrán hacer quienes todavía continúan encerrados, ya es cosa de cada quien. Pero este tiempo que podríamos aplicar a la reflexión sobre las condiciones compartidas, sobre las circunstancias globales que sostenemos cada día, es una buena oportunidad para revisar nuestros proyectos, si los tenemos, o para replantear los que nos han impuesto. Porque proyectos siempre tenemos, el asunto es elegirlos.
Las fiestas de fin de año evocan la renovación de la vida con el fin del ciclo anual, y están tradicionalmente “enmascaradas” con los roles que calzamos para la fuga momentánea de la rueda para coballos en que corríamos cada día.
Quienes añoran la rueda mirarán el 2020 como un año perdido: el año de las enormes pérdidas para la economía (la general, claro); de la paralización de la vida como la conocíamos; de la frustración de los ensueños individuales; de la multiplicación de la miseria y la frustración del progreso social allí donde había esperanza. También, claro, fue el año de la pandemia que se ha cobrado tantas vidas.
Pero podría haber otra mirada. Quizás sea –al menos en mi vida- el primer año en que podemos celebrar habernos visto a nosotros y “las cosas” que alimentamos con nuestro tiempo, sin los abalorios y engañifas con que justificamos hasta ahora la antigua, injustificable e insoportable aniquilación de lo humano.