por Aram Aharonian
Joseph Biden asumirá en medio de un escenario inquietante y serio: el 77 por ciento de los republicanos considera que su elección no es legítima y el próximo 20 de enero deberá enfrentar esta desconfianza con un partido que no alcanzó la mayoría en el Senado, perdió una decena de escaños en la Cámara de Representantes y está estancado en las legislaturas estaduales.
No habrá luna de miel para este mandato demócrata, que empieza en peores condiciones que el de Barack Obama, doce años atrás. Obama hacía soñar y contaba con una amplia mayoría en ambas Cámaras. Por otra parte, tenía mucho más vigor y treinta años menos que «Joe el Dormilón» hoy.
Biden, exvicepresidente de Obama, un anciano incapaz de hablar coherentemente, será la cara del gobierno, pero no quien tome las decisiones, de lo que se encargará el lobby de la élite globalista, el gran capital trasnacional, la Red Atlas y su red de think tanks de la derecha, Wall Street, el Deep State y, obviamente, el aparato armamentista-militar. Seguramente no será Kamala Harris la que lleve los pantalones.
Pero es cierto que Biden ganó el mayor voto popular en la historia: 71.4 millones en comparación con los 69.4 millones obtenidos por Barack Obama, pero Trump obtuvo 68.3 millones de votos, casi cuatro millones más que en 2016, a pesar de una pandemia que ha dejado más de 285 mil muertos, con la peor crisis económica desde la Gran Depresión, y tras cuatro años de enfrentamientos, algunos masivos, como con el de Black Lives Matter.
Joe Biden puede parecer distante, distraído, apático, incluso tonto, pero es tan poderoso como el propio globalismo. Junto al anciano, Kamala Harris, la primera vicepresidenta electa de EE. UU., es 22 años menor. En el cuadro general, no hay que olvidar que cuando asuma el binomio, heredarán unos 350 mil estadounidenses muertos por el negacionismo de Trump a la pandemia del coronavirus.
Trump se va, pero el trumpismo permanece. El republicanismo al estilo Trump no está listo para abandonar la escena, de hacer mutis por el foro. El presidente saliente transformó el partido del que se apropió: hoy es suyo o de su clan, o de los herederos que invistió.
Hasta que se logre eliminar la globalización neoliberal, los Trump, los Bolsonaro, los Viktor Orban y demás ultraderechistas xenófobos, racistas, misóginos de este mundo, serán solo la parte visible del iceberg, señala el veterano analista argentino-italiano Roberto Savio.
Los demócratas pensaron que presentar a un candidato mayor y «civilizado» como Biden, traería de vuelta la empatía y el diálogo como factor de unidad. De hecho, lo que parece es que Trump ha perdido las elecciones y no que Biden las haya ganado. Los progresistas lo ven como una personificación del orden establecido y seguirán presionándolo para que se libere del sistema.
Si el Partido Republicano mantiene su poder en el Senado, Biden quizá logre deshacer muchas de las órdenes ejecutivas de Trump, pero, por ejemplo, no podrá cambiar la composición de la Corte Suprema, que durará por lo menos un par de décadas. Tampoco podrá aumentar la cobertura de salud, ni aumentar el salario mínimo y un impuesto a los muy ricos parece una quimera.
Los republicanos volverán a ser los guardianes de la austeridad fiscal, después de haber dejado que Trump aumentara el déficit nacional a un nivel sin precedentes. Y la cada vez más poderosa izquierda del Partido Demócrata tratará de condicionar y empujar a Biden, a quien eligieron solo para deshacerse de Trump, sacrificando a Bernie Sanders.
¿Viene un cambio de época?
¿Los mitos del excepcionalismo y del sueño americano se han evaporado? Trump fuel primer presidente de Estados Unidos que nunca habló en nombre del pueblo, sino que retrató a los que no lo votaron como antiestadounidenses. En su gestión, tuvo muy pocas reuniones del gabinete y gobernó a través de tweets, rara vez consultando a su personal.
Insufló los temores de la población blanca contra los inmigrantes y otras minorías; proclamó la ley y el orden contra cualquier movilización, demonizando a los participantes. Solo se ama a sí mismo, no se preocupa por nadie más y no confía en nadie. Es un ejemplo de misoginia, pagó sus impuestos en China, pero no en su país.
Y también inauguró la era de la posverdad, de las fake news, de las mentiras oficiales, desparramando numerosas afirmaciones falsas por día. Ha usado la administración pública como su equipo personal, cambiando continuamente a los funcionarios públicos y poniendo en sus puestos a personas que comparten sus puntos de vista o lo aplauden.
Con más de doscientos mil muertos por COVID-19, una economía estancada, una explosión del desempleo, un índice de popularidad presidencial que, al contrario del de sus predecesores, nunca superó el 50%, la derrota de Trump parecía asegurada. Incluso voceros demócratas daban por sentado que al desastre que se avecinaba para los republicanos seguiría la encarcelación de la familia Trump, de ser posible, fotografiada en uniforme naranja.
Que Trump haya mejorado su desempeño entre los afroamericanos después de mostrar su indiferencia ante la brutalidad policial y su hostilidad por el movimiento Black Lives Matter; que haya penetrado en el electorado hispano después de haber promovido un muro en la frontera con México y de haber tratado a los migrantes de violadores y asesinos parece estar más allá del entendimiento.
Hoy, incluso, algunos republicanos llegan a imaginar que su partido podría devenir conservador, popular y multiétnico, señala Serge Halimi. Por su parte, los demócratas se preocupan por la pérdida de seguidores que creían adquiridos, por no decir cautivos.
Trump siempre entendió la importancia de la visibilidad, la notoriedad, aun a costa de los escándalos, y la temporalidad (cada día es distinto y que la mayoría de la gente no lleva un registro de lo dicho ayer o la semana pasada). Trump es el hoy y el aquí. Y, en todo caso, él es también más “yo” que “nosotros”, señala Roberto Izurieta,director de Proyectos Latinoamericanos en la Universidad George Washington..
Más que la causa, Trump es la expresión de un problema mayor, a pesar de que sabe muy bien aprovecharse de ello. La pandemia y la crisis económica acrecientan la frustración y el dolor de la gente. Las redes sociales ofrecen una plataforma para viralizar y aprovechar ese dolor a través de las noticias falsas, y Trump, a su vez, saca ventaja de esos fenómenos y los utiliza a su favor. Estos fenómenos están aquí para quedarse, al menos hasta que vengan otros, añade.
¿Acaso los promotores y seguidores de las teorías de la conspiración no encontraron en Trump a su líder y representante?, Trump no creó las teorías de las conspiraciones, las noticias falsas o el populismo; todas esas fuerzas lo encontraron a Trump y ahora expresado en él o mañana en otro, esas fuerzas están aquí para quedarse. Hay que aprender a sobrevivir con ellas y superarlas, como lo logró Biden el 3 de noviembre..
En junio, EE. UU. alcanzó el mayor déficit presupuestario mensual en su historia, estimado en 864,000 millones de dólares, en parte debido a los enormes gastos que implica la industria militar, que obtiene a su vez fabulosas ganancias. El presupuesto de Defensa, que en 2019 alcanzó 716,000 millones, un 3.2% de su Producto Interior Bruto, no supone una mejora en la capacidad de las fuerzas armadas.
La razón es simple y se relaciona con una industria militar, que tiene un enorme poder y es, en gran medida, responsable del déficit presupuestario gigante; se dedica a embolsar miles de millones sin ser eficiente. Un reducido grupo de grandes empresas (Lockheed Martin, General Dynamics, Boeing, Raytheon, BAE Systems, Huntington Ingalls, Textron y L3Harris Technologies) presiona constantemente al Departamento de Defensa para obtener más recursos y, a la vez, financia a los políticos para asegurarse.
El gabinete de Joe Biden, señala Raúl Zibechi, estará rebosante de miembros del complejo industrial-militar. Por ejemplo: Michèle Flournoy, favorita para liderar el Pentágono, funge en la directiva del contratista de defensa Booz Allen Hamilton y fundó el think tank Centro para una Nueva Seguridad Estadounidense que recibe fondos de los gigantes de la industria militar como General Dynamics, Raytheon, Northrop Grumman y Lockheed Martin.
Una democracia simulada
La política de Estados Unidos está construida para tener un régimen de dos partidos de las clases dominantes turnándose en el poder. Los republicanos, generalmente más conservadores en temas fiscales (impuestos) y sociales, y los demócratas, que sostienen ciertos derechos y la intervención del Estado en algunos asuntos.
En lo demás, son casi iguales y, para su patio trasero, como llaman a América Latina, prácticamente son lo mismo. Demócratas y republicanos han sostenido el infame bloqueo a Cuba, atacan a pueblos como Venezuela, se han entrometido en la política de los gobiernos de la región, han organizado golpes de Estado militares con el fin de que sus empresas exploten al máximo nuestras riquezas naturales.
Y, aunque usted no lo crea, hay otros partidos y candidatos, solo que la «democracia» impide conocerlos. Según la BBC, este año sevregistraron 1,200 candidatos presidenciales que no son tomados en cuenta. La mayoría solo consta en la papeleta de uno o dos estados. En varios otros, los electores deben conocer de su candidatura y escribir el nombre de su preferencia para que el voto sea tomado en cuenta y, finalmente, hay otros Estados en los que no existe ninguna forma de darles el voto.
Obviamente, es muy difícil hacerse conocer dado que una campaña electoral requiere de mil millones de dólares y que estos deben venir solo de fuentes privadas. Es así como los grandes empresarios y financistas apuestan a los dos candidatos, uno demócrata y el republicano, entregando recursos para comprar a priori sus posteriores acciones gubernamentales.
Por décadas se presentó a Estados Unidos como ejemplo de democracia avanzada. Todos los medios propagandísticos y comunicacionales sirvieron para ello y se reforzaba por la idea de elecciones libres y la inexistencia de golpes de Estado liderados por fuerzas militares, lo que en América Latina servía para explicar que «allá no hay golpes porque no hay embajada norteamericana», recordaba el ecuatoriano Egard Isch.
Ese «espíritu democrático» de las élites hizo que EE. UU. apoyara siempre las peores dictaduras, los golpes más sangrientos, las guerras de dominación simuladas como guerras civiles, siempre que fueran útiles a sus intereses nacionales y los de sus empresas expoliadores.
Aquella promesa de igualdad, libertad y fraternidad quedó anegada en los cimientos de la estatua de la Libertad, ya que colocaron la libertad individual (a expresarse, a votar) como el único rasgo, desechando oficialmente la igualdad y la fraternidad. No se puede olvidar que se trata de un régimen teocrático en el que en actos públicos se jura ante la Biblia, en el que en siete estados se prohíbe a los ateos ser profesores o funcionarios públicos, y sufren discriminación en el ejército, si es que logran ingresar.
Todavía hoy, el servicio de inmigración establece en su guía de políticas que un miembro a un partido comunista no puede ser admitido en el país. Pero el mismo criterio se aplica a los ciudadanos en una serie de empleos si se los identifica como comunistas (o terroristas, calificación que puede alcanzar a cualquier que no sea blanco).
Con Trump se agudizaron las brutales diferencias entre el 1% de millonarios en el poder y el 99% de «clase media» y pobres. Como muchos de los millonarios, Trump ni siquiera paga impuestos, pagan por no ser reclutados, con dinero burlan los mecanismos de ingreso a las universidades o tienen un sistema de salud negado para las mayorías. De igualdad, mejor no hablar.
Siete años atrás, el expresidente Jimmy Carter y su fundación para la «democracia y los derechos humanos», expresaron abiertamente que: «En la actualidad Estados Unidos no tiene una democracia que funcione», y señaló como factores muy graves la excesiva influencia del dinero en las campañas electorales, donde los ricos compran los compromisos de los candidatos, las normas electorales confusas y la invasión a la privacidad de los organismos de seguridad.
Este año el Centro Carter decidió monitorear las elecciones en su país ante la profunda polarización, la falta de confianza en las elecciones, los obstáculos a la participación de grupos minoritarios y otras injusticias raciales, además de la pandemia de la COVID-19. En su informe indicó que: «Aunque hace tiempo que EE. UU. no ha estado a la altura de los estándares electorales internacionales en asuntos clave, hasta hace unos 10 años no habríamos concluido que la calidad de su democracia y las elecciones iba en retroceso».
Tradicionalmente, el voto no era para todos. El poder siempre quiso impedir la igualdad de voto y la participación ciudadana. Cuando se le dio el derecho al sufragio a los afroestadounidenses, se implementó un impuesto que impedía la participación de los pobres, controles de ser alfabetizados.
Desde 1965, aún con las reformas logradas por el movimiento de los derechos civiles, no terminaron las trabas: hay que inscribirse para constar en el padrón para unas elecciones que se realizan los martes, impidiendo a que los trabajadores puedan ir a sufragar.
En el 2000, cuando George Bush II ganó, pese a tener menos votos que Al Gore, el cineasta Michael Moore editó un libro, Estúpidos hombres blancos, que trata sobre la injusticia social en su país, donde resalta también mecanismos de fraude que son una constante. Decía en su libro: «He cursado una solicitud personal al secretario general de la ONU (en ese entonces), Kofi Annan, para que atienda nuestra petición. Ya no somos capaces de gobernarnos ni de celebrar elecciones libres y limpias. ¡Necesitamos observadores, tropas y resoluciones de la ONU!»
En muchos estados hay una ley que impide que exconvictos (incluso por robar un pan) jamás puedan votar. De esa manera, dice Moore, los Bush pagaron cuatro millones de dólares para impedir la presencia del 31% de negros y miles de latinos pobres de La Florida, como resultado del sistema racista de las Cortes y policía. Claro, no todos los pobres van a la cárcel ni son asesinados por las policías.
Pero, en las elecciones en las que supuestamente ganó Trump, Hillary Clinton obtuvo tres millones de votos más, y aun así perdió. El mecanismo electoral hace que, con excepción de dos estados, quien gana en un Estado, aunque sea por un voto, lleva todos los votos electorales, es decir los representantes que realmente nombran al presidente.
«Uno puede hablar español y ser conservador, del mismo modo en que se puede ser afroamericano y no querer recibir más inmigrantes mexicanos, o venir de un país asiático y preocuparse por los programas que buscan favorecer el acceso de las minorías a la universidad», señala Serge Halimi.
Mientras que los demócratas traman adiciones progresistas artificiales, los republicanos se aprovechan de divisiones muy reales. El riesgo, para ambos, es no ver el otro lado de la realidad: si los jóvenes hispanos votan más a los demócratas que sus padres, no necesariamente es porque sean más conscientes de su «identidad», sino porque hay más universitarios que en la generación que los precedió. Las certezas también se tambalean en el terreno de la diversidad, añade…
Ojalá que la crisis de confianza de Estados Unidos en su sistema político conlleve la ventaja de disuadirlos de imponerlo por la fuerza en todo el mundo.
La política exterior
El nuevo secretario de Estado, Antony Blinken, es políticamente cercano al multimillonario George Soros, de clara ideología anticomunista y de apoyo a las intervenciones para desestabilizar otros países. Como asesor adjunto de Seguridad Nacional (2013-2015), cuando Joe Biden era vicepresidente, Blinken desarrolló planes de agitación política y de inestabilidad en todo el Medio Oriente, con resultados mixtos en Egipto, Irak, Siria y Libia.
La diferencia fundamental con el secretario de Estado de Trump, Mike Pompeo, es que Blinken se orienta al multilateralismo a diferencia del unilateralismo, por lo que seguramente pondrá el énfasis de su gestión en ese aspecto.
Sin embargo, la especialidad de Blinken es lo que se denomina «diplomacia coercitiva» con respaldo en la fuerza tanto militar, como económica. Las medidas coercitivas son parte de los instrumentos más utilizados en el pasado por Blinken en sus recomendaciones a Obama para su política hacia Rusia y contra Venezuela, con el fin de labrar el terreno para recrudecer y presionar las acciones de su gobierno.
Con la administración Biden, los expertos señalan que cambiará la dinámica en la Organización de Estados Americanos (OEA) y Claver-Carone saldrá del Banco Interamericano de Desarrollo, donde fue impuesto por Trump hace poco tiempo. Significará, asimismo, el respeto a la soberanía nacional y no interferencia en los asuntos internos.
América Latina seguramente seguirá siendo considerada como el patio trasero. La ecuación regional será usar el handicap favorable en el terreno militar para negociar el control de los recursos estratégicos de la región: la biodiversidad amazónica, el litio de Bolivia, los mejores yacimientos de hidrocarburos de Venezuela, el agronegocio de Brasil y Argentina, la bioceanidad de Centroamérica…
Con este New Deal están de acuerdo las Fuerzas Armadas estadounidenses, hartas de los retos que tienen que enfrentar en Asia, pero no los poderosos lobbies de Washington ni el mundo financiero, que ha lucrado con los negociados —venta de armas, apropiación de riquezas naturales, lavado de dinero— detrás de la injerencia estadounidense en demasiados escenarios.
* Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)