27 de octubre 2020. El Espectador
El pasado está en los cuadernos, en los libros y los retazos de la memoria. A veces está intacto en la infancia de antes, iluminando la nostalgia como una luz de vela; o gris y plegado entre las arrugas y el cansancio. Está en el orgullo, en la historia, en la serenidad o en la vergüenza.
Para bien o para mal está ahí y no hay amnesia que lo borre. Como todas las cosas que ya sucedieron, no puede negarse, pero no es ancla, obligación ni sentencia; y si conectamos neuronas con voluntad, corazón y razón, el próximo amanecer podría depender de nosotros. No somos los hijos de un sino trágico y nada nos obliga a resignarnos, porque resignarse es morirse la víspera.
No sirve empeñarnos en el castigo propio y ajeno, como si no hubiéramos aprendido que la letra con sangre no entra. Ni sirve reteñir las diferencias y matarnos por ellas; sirven, sí, las distintas miradas sobre un país que necesita ser menos atávico, menos supersticioso y recurrente.
Llevamos más de un siglo tratando de salvarnos de nosotros mismos y no lo hemos logrado. Miles de muertos, y aun no comprendemos que un país dividido no es augurio de un país feliz.
El poder se burla de la gente. Crecen la impotencia, la humillación y la violencia, y cada día los jinetes del horror cometen una nueva barbaridad para arrinconar a la democracia y acostumbrarnos al miedo. Es palpable una consigna dedicada a llenarnos de odios selectivos, porque les da pavor que un día -por fin- nos reconciliemos. En un país sin guerra, sin fantasmas ni amenazas, sin estigmas ni disparos, los pequeños dictadores y los secuaces de bolsillo, se quedarían sin discurso, luciendo su engaño en el traje del emperador.
El país se le salió de las manos al gobierno, y de repente alguien pregunta por el Estado, así con mayúscula, porque los estados deberían ser mayúsculos, así los rectores sean hombres minúsculos. ¿El Estado? Bien, gracias. Bien ausente, con la democracia en alerta roja, colgando de un hilo, y de sobra sabemos quién tiene las tijeras.
La buena noticia es que cada vez somos más conscientes del abismo al que pretenden llevarnos. El principio de realidad es ganancia y es urgente: nadie va a hacernos la tarea si permitimos que el autoritarismo nos destruya física, política y socialmente.
Hago silencio y oigo una voz de esperanza: la traen los peregrinos de la marcha por la paz y la vida: cientos de hombres y mujeres firmantes de paz vienen caminando a Bogotá.
Desde hace cuatro años en vez de minas han empezado a sembrar verdad; ya no cargan fusiles sino banderas blancas; no piden rescate sino perdón, y seguirán luchando por lo que creen, ya no con balas, sino con leyes y palabras. Son logros del acuerdo de paz; logros para cuidar y cumplir. No puede ser que terminemos una guerra, y luego, criminales de oficio destrocen la paz en las trincheras de la estupidez.
En medio del dolor por los 236 compañeros asesinados, los ex guerrilleros de la FARC vienen a pie, a sol y resistencia; necesitan que gobierno y sociedad entiendan que no los pueden seguir matando.
Son seres humanos hechos de piel y de emociones; hijos de alguien, hermanos, abuelos y amigos, comprometidos con la paz. Han sido bien recibidos por las comunidades; los mismos pueblos que hace años violentaron, hoy comprenden que unos y otros tienen derecho a lo pactado.
Es mejor tejer confianzas que tejer mortajas. ¡A ver, Colombia! No nos caben más muertos en los ojos, y de nada sirve aferrarnos como nudos ciegos a los túneles que no tienen luz ni salida.