En el enjambre, Byung-Chul Han muestra, focalizado en la violencia digital y no en la callejera que atemoriza respecto al proceso constituyente, que ella se expresa digitalmente con la misma falta de proyecto de aquellos que veo enamorados del enojo. Que de la justa furia contra los abusos sociales pasan a adorarla, negando todo camino político que proponga caminos de solución. La indignación ante un modelo social injusto requiere del alma que inspira la ideología y no del enojo perpetuo. El sistema se combate con indignación masiva ordenada, tras un proyecto de construcción colectiva y no en la piedra solitaria ni en el colectivo efímero. Con su buen ojo clínico y político Francisco Flores nos hace vincular al digitador solitario, aislado, con la ira sin rumbo. El homo digitalis del filósofo y la horda físicamente lejana, a mi juicio se nutren. Les falta el alma que tiene la masa con proyecto. No tienen espíritu ni ideología dice Byung. Su carácter de modelo colectivo es fugaz. El alma congrega, une a la masa con lo que llamo la ira sana, con proyecto, ideas, ideología, espíritu colectivo. El alma emociona pero convoca al nosotros.
La violencia digital es sin respeto, ingresan hasta la persona misma repartiendo al mundo lo que se le ocurra, invocando su libertad y no la del otro. La indignación sin rumbo no entiende que lo público exige respeto al otro porque se construye con el otro. El enjambre quiere reemplazar el proyecto social por el acto de moverse, sea desde el colectivo imaginario de la red o desde el individualismo grupal en la calle. La derecha culturiza ese miedo a la violencia callejera y profetiza que esta inspiraría la escritura de la Nueva Constitución. Y por eso el enjambre digital individualista, conservador por lo inútil, lo promueven gigantescos intereses.
El enjambre sale de su encierro digital con expresión de primitivismo, sin más proyecto que la movilización perpetua con un programa diario al que no le interesa el telos. Sus miembros, potenciados por la indignación, que siempre ha sido eficaz para producir reacción, movilidad y entusiasmo como la ira de Hegel, pero que si solo se goza en si misma es estéril al cambio. El enojo de la contra todo proyecto político que no sea el propio, que por lo demás es de contenido desconocido, vive de las negaciones. Mirar y pensar en el porvenir con responsabilidad, les quita el orgullo de exhibir la ausencia de pertenencia.
La horda culmina en su programa diario, se enorgullece de no creer en ningún otro orden político que no sea el propio, de moverse como expresión episódica de sus individuos en dinamismo. Aparentan actuar contra el orden vigente pero su enojo perpetuo es contra toda idea de un orden político democrático. Autarquía en cuanto a su impulso de prescindencia de todo orden social institucionalizado.
Esa violencia encierra un desprecio muy profundo hacia la democracia, al diálogo, a los derechos de los otros, al orden político nuevo o viejo. Es un desprecio a la libertad que exige respeto mutuo. Y como la conducta que hemos tenido los políticos y en especial los partidos ha contribuido a degradar la política, a la horda le viene bien. La violencia se alimenta de la descomposición de las instituciones y en especial la descomposición de la política. El negativismo se nutre de ella. Y asusta. Politizarse, para la horda, sería el fin de su razón de existir. Eso lo expresa un rayado mural en las calles Alvaro Casanova esquina María Monvel: “Nos quieren hacer gobernar ¡No caeremos en esa provocación!”
Así, los enamorados del enojo, terminan de cómplices del statu quo fascistoide que quiere evitar el cambio. Los unos, con un golpe de Estado, si pudieran, desfilando en Chile con carteles de Trump rechazando el proceso constitucional y los segundos con el caos, con desprecio al mismo proceso.