Por Francisco Ruiz-Tagle y José Gabriel Feres – Observatorio Humanista de la Realidad Psicosocial
La crisis avanza sobre el planeta como un huracán. Todos los días un nuevo país se suma a esta oleada social y las calles de las grandes ciudades se convierten en verdaderos ríos humanos. Multitudes que no estaban allí, ahora las ocupan levantando sus demandas. ¿Qué reclaman? Bueno, eso ya es bastante evidente, especialmente en aquellos países hasta hoy llamados “emergentes”, como el nuestro y otros de Latinoamérica: las expectativas de una vida mejor que sostenían la esperanza y el duro quehacer cotidiano de su gente se han visto frustradas de un día para otro. Esa profunda desilusión ha desatado una marejada incontenible de ira social.
Los líderes de opinión cercanos a la ortodoxia dirán que se trata de una crisis más, una de las tantas que ha debido afrontar el capitalismo, agravada por la pandemia. Pero esperan que, una vez superado el problema sanitario, las cosas retomen su curso normal con un poco de ayuda de los Estados, se reactive la economía y todos contentos. Por cierto, esos voceros del sistema parecen estar convencidos de que la monstruosa fragilidad social de sectores mayoritarios de la población que quedó en evidencia una vez más, será rápidamente olvidada y esos pueblos que gritaron su insatisfacción de mil maneras volverán a entrar dócilmente en la lógica perfecta de trabajar para consumir y consumir para trabajar. Ninguno de ellos está en condiciones de cuestionar al sistema, dada su calidad de testaferros del mismo. Cuando más, ofrecerán algunas “reformas” que no pasarán del eslogan, sin ningún plan concreto y preciso para implementarlas, siguiendo la vieja máxima gatopardista: que todo cambie para que todo siga igual. El objetivo principal de las elites es recuperar la gobernanza y por ello se han visto obligadas a reformular sus discursos, a actualizar su arsenal de bellas mentiras para seducir una vez más a las poblaciones. ¿Lo lograrán?
Los sectores progresistas de oposición tampoco han salido muy bien parados. Como sabemos, sus propuestas siempre van en la dirección de recuperar el protagonismo del Estado en la gestión de las demandas sociales, función de la que fue completamente excluido por el neoliberalismo. Sin embargo, no han considerado que en una época de globalización como la actual los capitales necesarios ya no están en los países sino que forman parte del circuito especulativo internacional. Cuando un país necesita recursos económicos para resolver sus problemas internos, debe endeudarse obligadamente y emitir “bonos”, que son adquiridos por los “bonistas”. El interés que pagan esos préstamos va a depender de la calificación de riesgo del país que emite los bonos, factor que se pondera en base a diversos indicadores que miden su estabilidad interna. Las naciones latinoamericanas están en la peor situación para acceder a esos créditos, dada la precariedad de sus economías, las cuales dependen fundamentalmente del precio de sus recursos naturales (commodities) en el mercado internacional. Esta dinámica económica global ha ido mermando drásticamente la autonomía de los estados nacionales, porque el poder de decisión se ha trasladado hacia una suerte de paraestado en torno al capital financiero internacional. Los ejemplos que verifican la manifestación de este fenómeno tan propio de nuestra época se multiplican día a día.
De manera que todos los indicadores dan cuenta de que hemos entrado en una crisis global sistémica, frente a la cual ninguna de las respuestas utilizadas en el pasado parece ser útil. ¿Habrá llegado la hora de ensayar nuevos caminos?
¿Qué significa exactamente una crisis global sistémica?
En términos simples, significa que las soluciones y respuestas que hemos concebido hasta ahora para darle forma a la convivencia social, ya no están funcionando. La globalización terminó imponiendo un estilo de vida único en todo el planeta: capitalismo con algunas variantes “sociales”, principalmente en Europa, y democracia liberal representativa. El sistema económico ha sido discutido desde sus orígenes, hace alrededor de tres siglos, por su incapacidad para generar un estándar aceptable de justicia social, pero nunca ha podido ser reemplazado. Las corrientes del socialismo real no llegaron a proponer un modo de producción alternativo, salvo por el hecho de que toda la administración del aparato productivo estaba en manos del Estado. Una suerte de capitalismo estatal, a la manera de la China actual.
Hoy las contradicciones sociales se han agudizado, poniendo en evidencia el fracaso de este sistema como único gestor de la vida en común. El retroceso económico y la pérdida de confianza de los pueblos en sus representantes han arrojado a las sociedades hacia una situación de ingobernabilidad que no se veía desde hace muchos años. A todas esas manifestaciones sociales de la crisis se le suma ahora un fenómeno nuevo: el deterioro ambiental irreversible generado, básicamente, por el modelo de producción y consumo capitalista. Los gobernantes actuales tratan de negar la profusa evidencia científica disponible sobre la situación ambiental e intentan atenuar el descontento social proponiendo medidas cosméticas, con el único objetivo de mantener el statu quo. Sin embargo, dada la profundidad y la extensión de la crisis, es poco probable que esos intentos prosperen.
La incapacidad para concebir respuestas nuevas
En general, se han estudiado muy poco las formas de condicionamiento que impone un sistema sobre los individuos y grupos sociales que forman parte de él. Al punto de que no se sabe si esos condicionamientos son solo de tipo cultural o pueden alcanzar hasta la esfera fisiológica, bajo la forma de un bloqueo de ciertas áreas cerebrales, que van quedando inutilizadas al no ser requeridas por los códigos de mentación y conducta imperantes. Tal vez esta sea la explicación del sincretismo propio de las decadencias (mezclar respuestas de áreas diversas, pero todas ellas incluidas en el mismo sistema, tal como se trata de hacer hoy con las “reformas” que se están proponiendo para salir de la crisis. ¿Estaremos en decadencia?). Este problema se agudiza cuando se trata de un sistema cerrado como el actual, el que al ser único, elimina cualquier posibilidad de abrirlo a imitar opciones alternativas que se hayan puesto en marcha en sistemas paralelos.
Si el condicionamiento fuese solo cultural, es bien probable que el proceso de búsqueda de esas nuevas configuraciones socio-culturales sea viable, puesto que existiría una cierta libertad interna para poner en marcha las áreas cognitivas inutilizadas, aprovechando además las enormes posibilidades que brinda la inteligencia artificial para modelar nuevas variantes. Pero si el condicionamiento es más profundo, el problema se complica, porque sería necesario acceder a algún tipo de procedimiento que ayude a efectuar una especie de desbloqueo cerebral colectivo. Sin embargo, como el conocimiento del siquismo humano hoy es tan pobre, se ve muy poco factible una empresa de este tipo.
La pregunta
Lo que el Nuevo Humanismo ha venido proponiendo desde su formación como referente político y social es la posibilidad de vivir en una sociedad cuya convivencia se articule en base a códigos de reciprocidad y cooperación y no de competencia e individualismo; una sociedad en la que el poder esté en manos de la gente y no en el Estado o en el gran capital; una sociedad federativa y descentralizada, en la cual prime la autonomía de las comunidades humanas y no el control centralizado ejercido por estructuras administrativas impuestas a posteriori; una sociedad diversa y múltiple, que necesita ser co-ordinada y no sub-ordinada; una sociedad sin violencia ni discriminación y no una en la que prime la segmentación social y la división; una sociedad que explore formas de propiedad compartida entre todos aquellos que producen la riqueza social y no una que fomente la posesión y la acumulación compulsiva de bienes.
¿Qué tendría que pasar en las cabezas de la gente (en nuestras cabezas) para dejar de creer en los códigos de convivencia que impone este sistema, utilizando toda su parafernalia de coacción, y empezar a creer en opciones distintas, como las que propone el humanismo (u otras que pudieran empezar a surgir)?
De acuerdo con la concepción humanista, el cambio verdadero empieza en la cabeza, por eso hablamos de lo psicosocial y no solo de lo social. El marxismo, por ejemplo, desde su mirada materialista, concebía el proceso al revés. Para ellos, la conciencia humana no era más que un reflejo: solo bastaba transformar las estructuras socioeconómicas para que se modificaran también las superestructuras (la dimensión cultural). Entonces, era imperativo tomarse el poder e imponer desde arriba esos cambios revolucionarios sobre el cuerpo social, porque lo demás vendría por añadidura. Así lo hicieron y así les fue.
Hay dos factores que pueden incidir radicalmente en este cambio de creencias:
- La convicción profunda respecto del fracaso terminal del actual sistema y la movilidad de imágenes que ese vacío de respuestas podría reactivar.
- La percepción de peligro inminente por la posibilidad de un cataclismo ambiental global, con su secuela de destrucción irrecuperable, de dolor y sufrimiento para toda la humanidad durante miles de años, o tal vez para siempre. Sabemos que cuando está amenazada la supervivencia de la especie, aumentan las posibilidades de abrirse a cambios radicales.
Buscando las señales del cambio
No cabe duda de que las posibilidades de una transformación sistémica, a través de formas inéditas de acción, habría que buscarlas en las nuevas generaciones, porque sabemos que los paisajes ya instalados por la acción del sistema en las cabezas de las generaciones más viejas son escenarios más bien conservadores y renuentes a cualquier cambio. Pero, ¿qué habría que rastrear? En primera instancia, sería necesario detectar si estas dos percepciones, la del fracaso sistémico y la de peligro inminente, ya están presentes en ese segmento psicosocial. Es bien probable que las imágenes movilizadoras de la acción aún no se encuentren suficientemente configuradas, dadas las dificultades del pensamiento desestructurado actual que ya conocemos. Lo que moviliza hoy a las poblaciones es el registro de frustración, y por eso se expresa como descarga catártica sin dirección.
Será tarea de los nuevos líderes ayudar a las nuevas generaciones a romper sus condicionamientos y avanzar en la construcción de esos paisajes donde habita el futuro, siempre y cuando tales liderazgos representen la expresión visible de una nueva sensibilidad que está emergiendo y no vengan impuestos desde arriba por las viejas elites, como sigue sucediendo hasta hoy en la política. Cuando este salto cualitativo se produzca, todo será nuevo: las formas de acción, los códigos de relación y hasta los modos de producción. Entonces, el futuro habrá llegado, incluso antes de construirse materialmente.