Por Patricio Zamorano
El COVID-19 puede convertirse en el votante más fuerte en las elecciones presidenciales del 3 de noviembre
Por supuesto es imposible pensar en una ironía más enorme que la que emanó como reguero de pólvora la madrugada de este viernes 2 de octubre desde la cuenta de Twitter de Donald Trump. Tras meses de negación porfiada, parte de una estrategia política para unificar su base electoral en torno a teorías de conspiración que la derecha conservadora disfruta y cultiva, Trump ha sido contagiado con el COVID-19.
Por meses, Trump ha boicoteado el uso de mascarillas como primera y básica medida de prevención contra el coronavirus. En el debate del 29 de septiembre lo ratificó, ridiculizando a Joe Biden por usar mascarillas y por sus medidas cautelares, que el propio CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades) de su gobierno intenta desesperadamente reforzar entre la población. Y horas antes de verse forzado a revelar que estaba contagiado del coronavirus, Trump señalaba en un discurso que “el fin de la pandemia está cerca”.
Irresponsablemente, Trump ha arrastrado a miles de sus seguidores a actos de campaña en espacios cerrados, donde las mascarillas han estado casi ausentes. Una docena de sus asesores más cercanos han ido cayendo poco a poco bajo los efectos de la infección.
Es impresionantemente difícil entender la lógica detrás de la negación de usar mascarillas. El sentimiento detrás de esta oposición tan irracional está enraizado en la cultura blanca, rural, del medio del país. De las milicias temerosas del Estado o del comunismo internacional, que “amenaza” con tomar sus armas, su tierra y sus libertades. Es el Estados Unidos de búnkeres bajo tierra en los patios de casas humildes, atiborrados de comida enlatada y agua para un año en caso de que el día final de la civilización llegue. Es el Estados Unidos de chaqueta de cuero sin mangas, bigote, símbolos nazis en los hombros y motocicletas cromadas y de largos manubrios. Es el Estados Unidos profundo tan radical en sus porfías ideológicas conservadoras, que desprecian la ayuda de la centro-izquierda política que intenta darles seguro de salud gratis o a bajo precio. Los fanáticos de Trump prefieren sufrir enfermedades y pérdidas dentales que “subyugarse” al “concepto socialista” de “salud para todos”. En el debate del martes pasado, Trump llamó “socialismo” y afrenta contra las “libertades” al plan de salud a bajo precio de Biden.
Ese es el Estados Unidos al que Trump se dirige cuando boicotea constantemente a su propio experto mundial en pandemias, el reconocido epidemiólogo Anthony Fauci, al que ha acusado de ignorante e incompetente, simplemente porque el galeno intenta cumplir su juramento de doctor y salvar vidas. El electorado de Trump vitorea en este EEUU profundo cuando el presidente menosprecia las medidas preventivas de los gobernadores, alcaldes, y sus propios científicos, porque ven en él la oportunidad de, finalmente, tener una voz poderosa que repudie al Estado y su amenaza contra las libertades. Enfrentados a los datos, la ciencia, las pruebas factuales y las estadísticas que les dicen “cuidado, se puede contagiar de un virus con altísimo rango de muerte”, el electorado trumpista prefiere ridiculizar las razones y oponerse a este intervencionismo “imperdonable”. Escogen enfrentar el riesgo, para emular al líder Trump, que hasta ahora se paseaba impávido en recintos cerrados, atestados de gente, sin ninguna protección en su boca y nariz.
La estrategia también encaja con un sentimiento de inferioridad que la elite izquierdista de del país inspira en el EEUU profundo, blanco, pobre y rural. Es entendible. Esa generación, muchos “baby boomers” post Segunda Guerra Mundial, post Vietnam, post Guerra Fría, se ofenden fuertemente cuando la clase media de izquierda o los millonarios progresistas con sus títulos en Harvard y Yale les dan lecciones sobre lo que la “ciencia” demanda o lo que los “estudios” imponen. Es, por tanto, un tema también de clase social, no solo racial o ideológico. El típico estadounidense de clase media o media baja está orgulloso de su cultura, su herencia ideológica, de su pedazo de tierra, su familia y su iglesia. No hay nada malo en eso. Pero Trump, en una opción que raya en lo criminal, ha dado voz, también, a los sentimientos anti-humanistas que este nacionalismo religioso también puede generar: el racismo, el supremacismo blanco, el anti-socialismo enfermizo e irracional, y la negación de la ciencia en temas tan fundamentales como el cambio climático y las enfermedades pandémicas, en este caso. El mismo segmento responde a teorías de la conspiración contra las vacunas. Y, ¡oh gran ironía!, al mismo tiempo que el propio Trump usa la eventual vacuna contra el COVID-19 como arma electoral que, de una u otra forma, debe aparecer de milagro antes del 3 de noviembre.
Las teorías conspirativas se suman. Que Trump inventó estar contagiado. Que quiere probar que la enfermedad es suave. Que con eso ganará votos. Lo cierto es que este diagnóstico es desastroso para su campaña electoral. Deberá parar por 14 días los encuentros que tanto le gustan con seguidores y que tanto le ayudan a amplificar su voz política.
Probó en su propio cuerpo que el coronavirus es real y no una invención de los izquierdistas del país. El electorado más anti-ciencia deberá crear de alguna forma alguna explicación de por qué Trump se contagió con un virus que se supone no existe. Y el debate presidencial del 15 de octubre está también pendiendo de un hilo, lo que no vendría mal considerando la desastrosa participación de Trump el martes pasado. Y, finalmente, está la ruleta rusa de su propio contagio, y la posibilidad de fallecimiento si su sobrepeso y edad, 74 años, se vuelven en su contra y el virus termina por desarrollarse de forma incontrolable.
En ese escenario dramático, el coronavirus, responsable de la enfermedad COVID-19, puede convertirse en cosa de horas en el votante más poderoso en las elecciones presidenciales del 3 de noviembre.