Por Alejandro Viovy.-
En Brasil hay algunos niños que están muriendo de hambre. La vida me puso enfrente de sus angelicales rostros de angustia, quienes me exigían clemencia con una mirada llena de dolor y sufrimiento. ¿Qué pasó en la humanidad para que un niño muera de hambre en la calle? Si hoy no tienes nada que comer, difícilmente puedes pensar en un mañana. Esta es la cruda realidad que se esconde bajo una gran alfombra en la sexta economía más grande del planeta, un manto que cada vez está más cerca del desborde.
La realidad diseñada por los pocos que manejan el sistema económico está a sólo metros de esta vida que lucha por seguir en pie, estableciendo un contraste abismal entre la alegría y la tristeza. Los sucios e indecoros negocios han transformado incluso al ocio como un bien que se transa.
El problema no es el fútbol como tal, porque éste forma parte de la construcción social y política de las distintas culturas, como cualquier otra actividad del desarrollo humano, en donde se establecen lazos de amistad que perduran en el tiempo. El deporte es un proceso de descubrimiento personal con el otro, de compañerismo, de satisfacción, de goce. Por eso nos gusta tanto; porque en 90 minutos volvemos a ser todos iguales, no importa de dónde vienes, ni dónde estudiaste, sino que por el sólo hecho de estar, el “desconocido” es tu amigo en un absurdo, pero festivo juego.
Viajé a Brasil con el sueño de ver a Chile campeón del mundo. Sin embargo como siempre fuimos derrotados. Pero más allá del trauma que me generó que Pinilla haya estrellado ese disparo en el travesaño en el minuto 120, la mayor desolación que tengo y que nunca podré olvidar son esos ojos llorosos que me pidieron comida. Sin duda, permanecerá siempre en lo más profundo de mí.
En una lujosa playa de Santos fui a comer junto a un amigo brasileño. Los precios eran caros, pero él me invitaba. Viajé con poco dinero. A los minutos aparece un niño de cerca de 7 años, sin zapatos, muy delgado, pidiéndome algo para alimentarse. Su desnutrición era evidente. No supe cómo responder, nunca me había pasado algo similar. Mi amigo brasileño le dijo que “no” de forma muy amable. El niño se retiró y se colocó a ver un partido de fútbol, paradójicamente al frente de una bandera de Brasil que tiene como lema “Orden y progreso”. Lema que supuestamente lo tendría que representar, pero que el destino se encargó de prepararle otro camino.
Un alemán conmovido por la situación le regaló un plato de papas fritas. Yo no sabía qué hacer. Quería que me tragara la tierra. A los minutos después, llegan como palomas en búsqueda de una miga de pan, cerca de 10 niños en las mismas condiciones a comer del plato de papas fritas. En pocos minutos se acaba. Y ahora en masa, se acercan a las personas a pedir comida.
Fue traumático y desolador, quería ayudarlos y no sabía cómo. No tenía dinero, no sabía si darles un abrazo, si hablar con ellos, no sabía. Quizás fui cobarde, y decidí ir a llorar desconsoladamente al baño. Al regresar todavía estaban ahí. Llegó un policía y los amenazó con golpearlos. ¡Sí, a niños que no tiene más de 10 años de edad! El orden, lo bonito y la alegría tenían que volver. Los niños huyeron y la normalidad se apoderó del lugar. La bandera de Brasil registraba todo lo que ocurría. Ellos volvieron al cerro. Y nosotros volvimos a ver la hermosa postal natural del paisaje, que obviamente era mucho más agradable sin esos niños que te obstaculizaban. Volvió el orden y progreso que ha caracterizado a Brasil. El hambre del desgarro vuelve a la ciudad invisible, del narcotráfico, de la violencia y la muerte diaria. Esos niños vuelven a sus escondites donde ni siquiera pueden disfrutar del simple juego de la pelota, de los triunfos del “scratch”, porque sólo tienen tiempo para luchar segundo a segundo por encontrar algo para comer. Y ojo, que es la sexta economía del planeta.