El Gobierno de Chile decidió no firmar el Acuerdo de Escazú para la protección del medioambiente. En la misma línea que el presidente Trump, el canciller Andrés Allamand sostuvo el argumento de soberanía nacional ante eventuales conflictos medioambientales. Se trata de un argumento poco creíble, ya que no existe el mismo temor de ceder soberanía cuando se aceptan tribunales internacionales frente a eventuales conflictos con empresas transnacionales, como sucede en todos los Tratados de Libre Comercio.
Chile se comprometió en el año 2012, junto a Costa Rica, a liderar el proyecto multilateral para la protección del medio ambiente, cuyo expreso propósito es «garantizar la implementación plena y efectiva en América Latina y el Caribe de los derechos de acceso a la información ambiental, participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales y acceso a la justicia en asuntos ambientales».
Piñera postergó la suscripción del Acuerdo Escazú en el 2018, incluso ad portas de la COP25. Y, ahora, ratifica su rechazo. El Presidente abre así un camino peligroso que, entre otras cosas, significa un golpe al multilateralismo, que ha sido rasgo sustantivo de la política internacional de nuestro país.
Todo indica que la decisión de renunciar al Acuerdo de Escazú tiene que ver con la protección de los intereses del gran empresariado. Para Piñera esos intereses son superiores frente a la defensa del patrimonio socioambiental y a la salud de la población.
Es que en Chile manda el gran empresariado, y ahora gobierna. Es inocultable que en nuestro país un pequeño grupo de grandes empresarios se ha llevado la parte del león de los beneficios del crecimiento económico. Pagan bajos impuestos, no cumplen con las leyes laborales, utilizan la colusión y tarjetas usureras para vender con altos precios a la gente modesta, convirtieron la educación y salud en un negocio, y tienen a los jubilados con pensiones de hambre. Y la base material de este sistema de injusticias es el modelo productor y exportador de recursos naturales.
Piñera y Allamand son los protectores de ese modelo productivo y lo dejan en evidencia, una vez más, al renunciar a suscribir el Acuerdo de Escazú. Existe cierto descaro en esta decisión.
Es bueno recordar que las controversias medioambientales están creciendo aceleradamente en el país. La expansión de la gran minería, junto a la disminución de ley en varios yacimientos, están ampliando los costos ambientales de su extracción y transporte. En la producción de fruticultura y viticultura, las exigencias de aguas compiten con la demanda para el consumo familiar, mientras las plantaciones forestales han provocado una inmensa pérdida de los bosques nativos, con muchas especies colapsadas. Finalmente, las exportaciones crecientes de recursos del mar han debilitado la biomasa, mientras la salmonicultura deteriora lagos, fiordos y canales.
El Estado en Chile ha sido en extremo condescendiente frente a los productores de recursos naturales y a quienes, en general, han afectado el medioambiente y los ecosistemas. El gran empresariado teme que la protección socioambiental a la que obliga el Acuerdo de Escazú pueda elevar los costos de producción y eso les molesta.
En el año 2018, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) identificó 116 puntos de conflictos socioambientales en el país. En ellos se muestran claras controversias de Derechos Humanos, derivadas del acceso y uso de los recursos naturales, así como por los impactos ambientales de las actividades económicas sobre la población.
Los principales sectores productivos asociados a los conflictos son: energía, con 56 casos; minería, 45; pesca y acuicultura, 7; forestal, 5; y agropecuario, 4. Las causas de estos conflictos se refieren al lugar de la explotación o exploración; residuos y emisiones y contaminación de recursos naturales.
Es de suyo evidente que los conflictos socioambientales se han extendido a lo largo y ancho del país, colocando en situación difícil a las empresas involucradas. Ello explica el rechazo a firmar el acuerdo de Escazú por parte del Gobierno.
El caso más emblemático, y de connotación pública ha sido la emisión de gases contaminantes y evacuación de residuos en la zona de Quintero-Puchuncaví. En este caso, como en tantos otros, la institucionalidad medioambiental no ha estado a la altura de las circunstancias. Y son las organizaciones civiles las que han sacado la cara por la democracia. Su movilización en defensa de la vida y del entorno en que viven las comunidades es un referente para otras regiones del país.
En los recursos naturales, cuya explotación y exportación han sido generosamente entregadas por el Estado chileno al sector privado, radica la principal fuente de riqueza de los grupos económicos. Gracias a las elevadas ganancias en los recursos naturales es que los grandes empresarios se han ampliado a la banca, las AFP, las Isapres, colegios, universidades, medios de comunicación y equipos de fútbol. Ese mismo poder es el que les ha permitido capturar transversalmente a buena parte de la clase política.
La mano blanda medioambiental a favor de los productores de materias primas cierra camino a la incorporación de valor agregado a los procesos productivos. Al mismo tiempo, limita el potencial democrático y participativo de la ciudadanía, la que tiene el legítimo derecho de reclamar sus derechos frente a las agresiones medioambientales.
La ciudadanía anhela un crecimiento responsable, que se difunda a todas las regiones, que sea amigable con el medioambiente, no afecte la salud de las personas y que beneficie económicamente a toda la sociedad. La decisión de renunciar al Acuerdo de Escazú cierra las puertas a ese camino.