No existe otro estado en América Latina que se nos compare en el número de crímenes perpetrados contra su pueblo. A los justos reconocimientos que O’Higgins y las primeras autoridades del país les hicieran a los patriotas y a los mapuches que lucharon para emanciparnos de España, lo que ha seguido es una continuidad de crímenes de miles de indígenas, obreros, campesinos y estudiantes a fin de “asentar” un Estado que hasta hoy se empeña en negar su plurinacionalidad política y cultural.
En nuestra luctuosa historia resaltan las masacres de Santa María de Iquique, Ranquil, Pampa Irigoin y tantas otras, además del cruento Golpe Militar de 1973 y esa nutrida cantidad de cuartelazos militares que registra el devenir republicano chileno. También los gobiernos de la posdictadura se han manchado las manos con la sangre de muchos rebeldes de todas las condiciones sociales, culminando ahora en una realidad cada vez más asolada por la represión policial, la delincuencia, los femicidios y otras lacras exacerbadas por la corrupción tan entronizada en los tres poderes del Estado y el mundo empresarial.
Con una población pequeña comparada a las de otras naciones del Continente, Chile aumenta la brecha de la desigualdad y la concentración de la riqueza se hace cada vez más escandalosa. Más allá de que es difícil encontrar otro país que tenga tan hipotecados sus recursos naturales en favor del capital extranjero. Incluso la pandemia nos está asignando las peores cifras del mundo en cuanto a infectados y fallecidos con relación al número de habitantes. Qué duda cabe que somos una de las naciones más aquejadas del mundo por los vaivenes de los mercados internacionales, en particular por el precio del cobre, nuestro principal rubro de exportación.
Toda nuestra institucionalidad todavía se inspira en lo dispuesto por gobernantes francamente criminales y autócratas como Diego Portales y Arturo Alessandri Palma, cuyas ideas son las que siguieron alentando las más vergonzosas acciones de sus sucesores y de agentes uniformados. Para vergüenza, todavía nos rige la Constitución de Pinochet, aún más autoritaria que sus predecesoras y reforzada constantemente con leyes abusivas destinadas a reprimir al pueblo, acotar los derechos ciudadanos, consagrar la inequidad social y los privilegios de solo un puñado de chilenos.
Si en octubre próximo llegásemos al primer plebiscito de nuestra historia para definir una nueva Carta Fundamental, esto será por decisión del pueblo movilizado, la protesta e insurrección de millones de chilenos, que a fines del año pasado ya estuvieron a punto de derrumbar la institucionalidad vigente. Fastidio social y movilizaciones que ahora retornan y se agudizan, incluso, allí donde existe mayor represión policial. Como es el caso de la Araucanía con la criminal pretensión de las autoridades de imponer brutal tutelaje sobre los derechos y territorios de nuestros pueblos ancestrales.
El pueblo busca una nueva Constitución pero, por sobre todo, que se haga justicia. Con el “apruebo” y la “convención constitucional” lo que tendrá que imponerse es un cambio radical del modelo económico y social que nos rige, así como una institucionalidad genuinamente democrática que garantice los cambios y construya un orden más igualitario y participativo.
No más AFP, mejor salud para todos, fin a la usura empresarial, sueldos y pensiones dignas, más recursos para la cultura y la educación, así como punto final a la compra dispendiosa de armas y millonarios presupuestos militares. Rescate, por cierto, de nuestra soberanía económica, plena diversidad informativa y el término del cúmulo de impunidades que esconden los archivos judiciales.
Para esto, conviene también advertir que no bastará solo un lápiz y una papeleta. Los chilenos debemos aprontarnos para defender el triunfo electoral, conjurar el golpismo que ya urde la derecha y, más solapadamente, quienes quieren mantener los privilegios de toda la llamada clase política. Quienes hoy, por ejemplo, se escandalizan por la grave situación de la Araucanía sin que por décadas sus gobiernos y legisladores hayan promovido una solución que satisfaga, siquiera, las más elementales demandas de nuestra etnia principal. Allí donde viven, justamente, los más pobres y discriminados del país y cuyos territorios son usurpados por industrias ecocidas y otros diversos negocios fundados en el despojo de sus derechos y propiedades ancestrales.
Que nadie se engañe o se deje llevar por el oportunismo, como vemos a quienes por tres décadas se resistieron a una nueva Constitución y que ahora, ante el inminente triunfo popular en las urnas, se preparan para sacar tajada política de los resultados. En su reiterado propósito, por supuesto, de manipular o torcer la voluntad de los ciudadanos. Como ya quedaron al descubierto cuando, valiéndose de la pandemia y emergencia sanitaria, congeniaron prestamente con La Moneda una fórmula electoral que conjurara o retardara las reformas económico sociales exigidas desde las calles, además de abrirle oportunidad a una nueva Carta Fundamental.
En una campaña pública millonaria destinada a que el Plebiscito pueda asegurarle al Gobierno y al Parlamento una alta cuota de participación y poder de veto en la futura Constituyente. Negándose a aceptar que la explosión social se dirigió contra todas las cúpulas políticas que han usurpado la soberanía popular.
Por lo que también será importante obtener en esta consulta ciudadana que sean nada más que ciudadanos libremente elegidos los que integren la instancia que finalmente modele y acuerde nuestro futuro institucional.