Por Miss Psyche Zenobia
Hace tan solo unos meses, llegaba este nuevo equipo político al Gobierno de la nación con la firme decisión de regular la Eutanasia en nuestro país. A raíz del caso de Ángel Hernández, que ayudó a morir a su esposa afectada de esclerosis múltiple, los rotativos y las pantallas del país se llenaron de argumentos a favor de regular la eutanasia activa y ponernos a la altura de los países más avanzados en derechos de la UE (Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo). Pero han pasado los meses y, ¿dónde han quedado todas esas buenas intenciones?
Me responderá el lector/a que con la llegada del coronavirus muchos proyectos han quedado suspendidos en espera de resolver la emergencia sanitaria que nos ocupa. Ya se recuperarán más adelante. Puede ser, solo que en este caso me atrevo a señalar que hay más factores que van a influir en que se esconda bajo las alfombras la idea de regular la Eutanasia.
Que el Covid-19(1) está cambiando completamente nuestras vidas más que muchas revoluciones, guerras y cataclismos del pasado, es “una realidad”(2) que pocas personas se atreverán a discutir. Entre esos cambios, los juristas y filósofos van a tener mucho que reflexionar y mucho que decir. Hablar, o más bien, recordar a la gente que la muerte está ahí, siempre es de mal gusto y ahora mucho más. La mayoría vivimos gran parte de nuestras vidas sin querer enfrentarnos a este inexorable y democrático destino. Así que, cómo no va a ser de mal tono tratar este tema cuando estamos pasando lo indecible para evitar una muerte más por el corona, ¿a qué viene esto?
No es mi intención mortificar a los lectores con la cuestión de nuestro limitado tiempo como habitantes de este planeta azul, ni siquiera es el interés principal de este texto, aunque debía mencionarlo. Me voy a centrar en otros aspectos que fueron básicos para aceptar la idea de Eutanasia activa y que hoy resultan completamente contradictorios con los mensajes que nos lanzan constantemente desde los medios de comunicación. Las personas favorables a su despenalización admitíamos, entonces, que nuestro cuerpo nos pertenecía, que podíamos tomar decisiones sobre él, que podíamos elegir tratamiento médico o dejarnos morir. Han pasado algunos meses, virus mediante, y ahora, ¿quién se atreverá a sostener que nuestro cuerpo nos pertenece, que somos los y las dueñas de lo que hacemos con él, que podemos negarnos a hacernos pruebas o tratamientos médicos, que se respetarán nuestras creencia religiosas? Ahora que, si nos quitamos un momento la mascarilla o abrazamos a nuestros amigos, nos sentimos responsables (y quizá culpables) de la muerte de cualquier ancianito. Nuestro cuerpo, sospechoso de contaminante e infeccioso, ya no nos pertenece. Hemos sido desposeídos de lo último que nos quedaba a los pobres, lo único que creíamos que era realmente nuestro… En medio de esta gran confusión y bombardeo informativo, simplemente debemos moverlo hacia donde se nos indique y someterlo a cualquier tratamiento que venga de la autoridad. Eso sí, autoridad que no se preocupa de si tendremos para alimentarlo o si podremos soportar las condiciones del confinamiento o de la falta de empleo – y cuando digo condiciones me refiero a un global, es decir, habitacionales, económicas, de salud, psicológicas, etcétera-.
El argumento para conseguir esta obediencia en la población es incontestable: nos han tocado en el judeocristianísimo sentimiento de culpa. Como en el famoso principio: El derecho de cada uno termina donde empieza el de los demás -y que, como decía un gran pensador(3), todo hace sospechar que los sostenedores de este planteamiento se sitúan a sí mismo como “los demás”-, la salud de cada uno termina donde empieza la de los demás, y resulta que el común de los mortales somos “cada uno” y no “los demás”. Y sí, digo que se está oponiendo salud contra salud, ya que si ahora no puedes ir a tu centro de atención primaria porque ya te llamarán y ya le explicarás a tu médico por teléfono, si ha disminuido la atención si tienes otras enfermedades que no sean el Covid-19, si te salen sarpullidos en la piel por la mascarilla, si has decidido encerrarte en casa este verano porque en tu ciudad hay 40 grados y tienes que llevar la mascarilla por la calle aunque no puedas respirar, si has engordado 10 kilos por no moverte, si tus hijos no pueden jugar con sus amiguitos, si cada vez que la policía ve a tres jóvenes juntos les pide la documentación, si has tenido que confinarte con tu maltratador y el de tus hijos, si tienes ataques de ansiedad o depresión, si tienes que convivir el resto de tu vida con la idea de que tu madre murió sola y aislada porque no te dejaron visitarla…, eso es salud física, emocional y mental. Debemos estar dispuestos a autotorturarnos para, supuestamente, frenar esta pandemia, para no ser multados o, mucho peor, ser acusados de insolidarios y de incívicos por nuestros congéneres, por gente que nos importa.
Cualquiera que haya hecho algún cursito de trabajo mental, de budismo o de esta moderna materia de estudio llamada “Gestión de la percepción”, sabrá la deformación que se produce en nuestra visión de la realidad cuando se acerca la lupa a un solo detalle de la misma. Sin siquiera cuestionarnos nada (de momento) sobre el tratamiento, deformación o conocimiento científico de esta enfermedad, el hecho de que exista, ¿ha provocado que el mundo haya dejado de girar? ¿Es que no está sucediendo nada más? Al amparo de la misma, ¿debemos aceptar cualquier atrocidad o abandono? Ahora que enarbolamos la bandera de la importancia de salvar una vida humana, ¿nos preocupamos más de parar las guerras, de frenar otras enfermedades que provocan más muertes que el corona, de salvar a los que cruzan el Mediterráneo en patera? ¿A quién le importa ya que estemos volviendo a llenar todo de plásticos y que las mascarillas aparezcan por cualquier lado?
Al hilo de este discurso, me pregunto también qué ha pasado con tantos derechos que no están directamente relacionados con la protección frente a esta enfermedad: el de la protección de nuestros datos, el de ser debidamente atendidos por la Administración pública, el derecho a la intimidad, los derechos sanitarios, el derecho a la propia subsistencia, los derechos de la mujer y la protección frente al maltrato, los de la infancia y la juventud, etc., etc. Porque amigos, todos estos derechos se están desvaneciendo como polvo en el viento sin encontrar resistencia, justificada su desaparición por la supuesta protección frente al temible virus.
Uno de los principios del humanismo siloísta que intento seguir en mi vida dice así: Las cosas marchan bien cuando marchan en conjunto, no aisladamente. Si dejas de comer porque tienes mucho que trabajar, tendrás problemas. Si dejas de ver a tu familia y amigos porque te has echado un novio al que le dedicas todo tu tiempo, tendrás problemas. Cierto que se producen situaciones de emergencia o catástrofe puntuales a las que es necesario responder inmediatamente y que hacen que el resto de cosas pasen momentáneamente a un segundo plano, pero enseguida tratamos de equilibrar la vida y no abundar en la desgracia. Aun en esas situaciones, tratamos de estar bien y de cuidarnos. Como cuerpo social que somos, debemos dar respuesta a muchos temas y no solo al Corona, debemos cuidar a todas las personas y no solo a las enfermas de Covid-19.
¡Ojalá el resultado de toda esta época de temor y confusión sea positivo! Lo cierto es que un ser invisible ha conseguido poner en jaque a todo un sistema que hoy se pregunta sobre muchas cosas que dábamos por sentadas y que, me temo, algunos están aprovechando para tomar medidas que nada tienen que ver con la gestión responsable de una crisis sanitaria.
1 Prefiero ponerlo en masculino ya que se trata de un virus, y no entiendo el porqué los medios de comunicación se empeñan en llamarlo “la” Covid-19. (¿Es que lo malo debe ser femenino? Llamadme susceptible.)
2 La realidad tiene muchas caras. Más bien hablamos de percepción de la realidad y no de una realidad objetiva.
3 Ver el capítulo X del Paisaje Humano, incluido en la trilogía Humanizar la Tierra. Silo