11 de agosto 2020. El Espectador
Hace tres semanas en la vereda El Totumito, corregimiento Carboneras, municipio de Tibú, asesinaron a ocho campesinos y 120 tuvieron que huir.
Imagínense ahí, en Tibú, Norte de Santander: Un calor de más de 40 grados, y en el ETCR de Caño Indio, exguerrilleros firmantes de paz comparten habitaciones hirvientes y pequeñas, diagnósticos peligrosos y un agua impotable, casi tan negra como el carbón. Sin hospital ni medicamentos, solo tienen un puesto de salud atendido por un enfermero. Los pozos sépticos son malsanos para niños y adultos, y no puede ser que ésta sea nuestra bienvenida a la paz.
El sábado la Mesa de Salud del Consejo Nacional de Reincorporación, acordó llevar 3 brigadas médicas y, con instancias territoriales y acompañamiento de la ONU, elegirán un sitio digno para aislar y cuidar a los pacientes Covid positivos.
Ruego que les cumplan; es difícil sobrevivir a las infecciones y al plomo, en un país donde tantos dan la vida por lanzar alertas tempranas, que ni siquiera producen respuestas tardías. Difícil un Acuerdo, del que no se acuerdan los gobernantes expertos en amnesias selectivas y elusión de compromisos.
Sí, me refiero también a esa memoria con filtros a la carta, que lleva al presidente de la república y a las cabezas más visibles de su partido, a meter en el mismo costal una investigación por fraude procesal (caso Uribe), y los delitos del conflicto armado juzgados en la JEP (caso FARC).
No se espanten: exguerrilleros firmantes de paz hoy son congresistas, porque eso es parte -buena, mala o regular- de lo pactado en el acuerdo del Teatro Colón. Y, en simultanea nacional, todo ciudadano colombiano, por mesiánico que sea, está obligado a cumplir la ley. Ambas cosas son ciertas, y no son excluyentes ni comparables.
La decisión de la Corte comprueba que no hay nadie intocable; la privación de la libertad puede cobijar a quien Duque llama el “genuino patriota”, y no solo a sus amigos, cómplices o escuderos. Al expresidente Uribe, a quien millones de colombianos siguen guardándole incomprensible devoción, esta vez la justicia se le midió con independencia, rigor y valor.
No es motivo de fiesta ni velorio. Es un hecho jurídico importante y significativo, no una autorización para incitar a la violencia, al brindis o al desacato; y menos en esta subcultura nuestra, en la que palabras y fanatismos se activan como un gatillo entre los dedos.
En medio de la semana que pasó y del erizo que viene, aparece como una coordenada de luz, Hasta que amemos la vida, compuesta por César López.
Es un gesto que rescata la vida de entre los muertos, y a pesar de estar llena de ausencias, de balas encontradas y de esperanzas que creíamos perdidas, la canción es denuncia y no reclamo; es un dolor profundo, al que le da “la vuelta en el alma para que el mensaje nazca en positivo”. Ricardo Silva dice que “es un himno de combate y de consuelo”.
Nombra por su nombre a hombres y mujeres asesinados desde Jorge Eliecer Gaitán y Guadalupe Salcedo, hasta hoy; evoca a los niños del bombardeo, los líderes, los cadetes de la Escuela, políticos, estudiantes y periodistas masacrados; la violencia es inútil, es cenizas y fracaso. Decidamos si permitimos una Colombia camposanto o construimos una Colombia país.
Amar la vida. A eso nos invita Cesar López. Y habría que estar muy aturdido, muy frenético o decepcionado, para decirle que no.