Cuatro adolescentes han muerto. Uno de ellos, palestino. Los otros tres, israelíes. Todos coetáneos, en los albores de la vida. De ellos conocemos sus rostros. Miles más ya no están allí, en Palestina, Siria, Irak o Libia, ni en Camboya, Nicaragua, Guatemala, Vietnam, Argelia, Ruanda, Polonia, Alemania o Liberia. De todos esos rostros no nos llegó rastro. Sin embargo, llevamos a todos ellos en nuestra memoria. Y a tantos otros de tantos otros lugares sin nombre.

 

¿A quién señalarás como culpable de tales crímenes? ¿Al que oprimió el gatillo? ¿A quién fabricó la bala y vendió el arma? ¿A quién con el discurso inflamó la sangre o al que sembró cizaña? Dime, por favor, a quien apuntas con tu dedo acusador. ¿Al que impasible en su palacio teje, miserable en su riqueza, las telarañas del dolor ajeno? ¿A quién inventa historias para robar a otro, a quién nada le importa sino lo propio?

 

Quien indica culpables sin señalar el contexto en el que la atrocidad se hace posible, no sólo revela cortedad de miras, también se vuelve cómplice de futuras iniquidades al oscurecer la raíz del conflicto. Quien obrando de ese modo reclama castigo, no pide justicia, exige venganza. ¿Repara con ello el inútil sacrificio de la víctima? ¿Mitiga el dolor del afligido? ¿Devuelve a la vida al ser querido? ¿Impide el futuro genocidio? ¿O más bien lo alimenta?

 

Este es un asunto serio. Yo no seré cómplice de esa complicidad con la muerte. Es preciso gritar a viva voz, denunciando el verdadero conflicto.

 

Este no es un conflicto entre palestinos y judíos, ni entre chiítas y sunnitas, ni entre camisas rojas o amarillas. El verdadero conflicto es entre los pueblos y aquellos poderes que quieren manejarlos, oprimirlos, enfrentarlos.

 

¿O acaso no es notorio que cada vez que parece acercarse la paz, rostros ocultos la alejan con una bomba, con un asesinato, con un atentado? ¿Quién se oculta tras esos ocultos rostros? ¿Quién paga y envía a esos sicarios a romper la posibilidad de alcanzar la soñada convivencia?

 

Los pueblos deben unirse y comprender la inutilidad de continuar enfrentándose.

 

El verdadero conflicto es entre seguir siendo rehenes de facciones opuestas en el discurso pero unidas en la acción destructiva o rebelarse, negando apoyo a cualquiera de estos bandos. Es entre los que creen que el propio interés o la propia visión del mundo es justificativo suficiente para imponerla a otros y los otros muchos, que apreciamos la libertad humana y la diversidad de la vida. Es entre los que lucran con la guerra, los que quieren mantener su poder y posesión en contra de las necesidades de los desposeídos del mundo, esas mayorías que todos los días luchan por construir una existencia digna.

 

Es también un conflicto en la propia conciencia, entre el Sí y el No, entre resignarse a vivir una vida vacua o aportar mejoras al mundo, entre la contradicción interior que genera la violencia o el acto de unidad que se expande desde el afecto por lo humano en cada uno.

 

Israelíes, palestinos, tailandeses, ucranianos, sirios, curdos o irakíes ya no quieren más muerte, ni más dolor. Todos ellos son víctimas de la extorsión de verse envueltos en desgarradores escenarios. Todos ellos también son responsables de que esto no siga ocurriendo. La clave es despertar el humanismo que vive en cada uno, apoyarse en él, darle fuerza y voz conjunta, yendo más allá de las apariencias.

 

Todos somos responsables de buscar y encontrar la reconciliación con aquellos que nos han herido y también de reparar nuestros propios errores. Si en vez de ello, esgrimimos justificaciones para continuar avalando lo inexcusable, sólo colaboramos con la creciente espiral de violencia, sólo ahuyentamos la posibilidad de un futuro diferente, encerrándonos entre las murallas de la prehistoria.

 

Judío de origen, hago propia la sed hebrea de libertad y conocimiento. De rasgos semitas, admiro en mis hermanos árabes su hidalguía y unción. Humanista por elección, amo de todos los pueblos de la Tierra aquella idéntica alma humana esparcida universalmente. Amo los diversos colores con los que se engalana, los bellos ropajes con los que se viste, las brillantes obras que de ella emanan, los similares amores con los que se apasiona.

 

Mientras imagino este conmovedor paisaje, que comienza a darme algo de alivio ante tanta noticia descarnada, escucho el saludo de varios seres alegres, que, acercándose desde el horizonte en una rítmica lengua me dicen: “La Paz sea contigo”. Les respondo, agradecido: “Y con vosotros”.