Por Rodrigo Arce Rojas*
¿Qué pasaría si un buen día –de esos henchidos de plenitud vital y de afectos– nos despertamos y llegamos a comprender que los conceptos con los cuales interpretamos el mundo ya no nos alcanzan? De repente sentimos que estamos medio dormidos o medio despiertos pero lo cierto es que sentimos un estado transicional entre la conciencia y la ensoñación. Resulta que caemos en cuenta que muchos de los conceptos con que navegábamos orgullosos en el mar de nuestra ciudadanía siempre incompleta, han entrado en un proceso entrópico y de ruptura de sus contenedores semánticos.
Claro que esto no es poca cosa, pues es tremendo que, de la noche a la mañana, es un decir, sentimos que nuestras palabras, como manifestaciones de nuestros paradigmas y creencias más profundas y gobierno de nuestras acciones, ya no tienen capacidad de dirección. Si antes cruzábamos firmemente el río saltando entre las piedras encontramos ahora que esas mismas piedras son resbaladizas e incluso sentimos vacíos que nos hacen dudar si llegaremos a buen puerto a la otra orilla de la realidad.
Durante siglos nos aferramos al imperio de la razón y claro que no nos fue mal porque hemos logrado prodigios a través de la tecnociencia y sus aportes innegablemente nos permitirán seguir avanzando hasta superar los rezagos de nuestro cordón umbilical con la naturaleza. Pero, pensándolo bien, viendo la debacle socioambiental que hemos causado, empiezo a dudar si nos fue bien, porque el inventario de nuestros problemas de frontera no resueltos no solo siguen vigentes sino que las interconexiones entre ellos se hacen cada vez más evidentes y sentimos que la incertidumbre empieza carcomer nuestras más sólidas convicciones cobijadas bajo el imperio de la razón objetiva.
Frente a otros dioses de la historia nosotros inventamos el dios de la razón, cuyo máximo representante de culto es el cerebro. En esa medida subestimamos el cuerpo, subordinamos a las sensaciones, emociones, percepciones e intuiciones por su vocación popular, ruidosa, inconsistente y festiva. Así una ciencia rigurosa, objetiva y universalista no podía participar en la fiesta del pueblo a riesgo de ser tildada de acientífica y claro con tremenda maldición quién querría ser confundido.
La consigna era contundente, se piensa con el cerebro y cada uno es dueño de su pensamiento. Pero ¿será cierto que esto es así? Con esta actitud construimos paredes de acero y de concreto para evitar la contaminación de la razón. Consecuentemente terminamos erigiendo el castillo de la ciencia de la razón pura en el que no podían acceder inmigrantes como la filosofía, la ética, la estética, la poesía, la literatura. ¡Eso nunca! Así terminamos separando las ciencias exactas de las ciencias sociales y humanidades, las ciencias naturales de las ciencias sociales, el conocimiento científico del conocimiento popular y nos ahorramos los discursos hablando de ciencias duras de ciencias blandas no sé qué metáfora pensando.
Cómo íbamos a permitir que la subjetividad colonice los textos sacros de la ciencia, cómo íbamos a dejar que las emociones, la inspiración, las percepciones y las intuiciones participen en nuestros doctos congresos y publicaciones científicas, cómo íbamos a mezclarnos con los que no hablan inglés, con los que no publican en revistas indexadas, con los que no tienen factor de impacto ¡Jamás de los jamases!
¿Qué es eso que pensamos con un cerebro con todo el cuerpo articulado a la acción y el entorno? ¿Qué eso que la construcción del conocimiento es social y es producto de intersubjetividades y de interacción recíproca con la cultura? ¿Qué es eso que las selvas piensan? ¿Qué es eso que debemos considerar la felicidad de los bosques? Me da risa… ¡Qué gran imaginación que tienen! ¡Qué atrevimiento! Pura, filosofía, pura antropología, pura poesía.
Pero ahora siento que algo no encaja. La cuarentena nos ha ayudado a ver, sentir otras dimensiones de la realidad que hasta ahora habíamos negado. Ahora empiezo a dudar si nuestras poderosas razones son tan acabadas como habíamos pensado.
Entonces empiezan a desfilar una serie de palabras y frases que habíamos acuñado haciendo honor a nuestro apellido sapiens sapiens. Se me amontonan en el corazón palabras y frase como desarrollo, desarrollo sostenible, competencia, competitividad, eficiencia, recursos humanos, recursos naturales, recursos forestales, bienes y servicios, capital natural, capital social, entre otras.
Me doy cuenta que muchas de esas palabras y frases institucionalizadas, legitimadas y normalizadas en nuestras organizaciones, en nuestros marcos legales, en nuestras prácticas e incluso en nuestros corazones bien intencionados y en nuestros diccionarios del desarrollo no son simples vocablos a emplear como herramientas de carpintería sino que ponen de relieve nuestros modelos civilizatorios, nuestros marcos teóricos y aportan a la construcción de nuestras representaciones, de nuestros imaginarios, de nuestras narrativas y discursos. No son únicamente palabras descriptivas sino que son palabras que configuran realidades. Nos damos cuenta que las palabras importan.
Entonces caemos en cuenta que todas estas palabras y frases se inscriben en una ontología que separa el ser humano de la naturaleza, que justifican la relación instrumental y cosificante de la naturaleza. Bajo esa concepción reduccionista de la naturaleza al interés humano no hemos visto el valor intrínseco de la vida de todos los seres, humanos y no humanos y nos burlamos de los seres tierra (los bosques, las montañas, los ríos, las arenas, entre otros) producto de la febril imaginación de nuestros pueblos.
Caemos además en una falsa dicotomía entre el antropocentrismo y el biocentrismo como si exaltar la vida fuera antihumanista, como si pensar y sentir la naturaleza fuera insensato y falta de compromiso con la realidad humana en la que se encuentran tantas desigualdades, inequidades y exclusiones. Reducimos la discusión entre productivistas y conservacionistas como si la producción fuera ajena de los ecosistemas, como si celebrar la vida humana y no humana fuera negar la economía, como si llamar la atención del valor intrínseco de la vida en todas sus manifestaciones fueran posiciones irrealistas y antidesarrollistas, como si la economía fuera un sistema cerrado.
Aunque he estado tratando de evitarlo pero veo que es imposible, debo hablar del desarrollo. Entonces me vienen preguntas fundamentales cómo ¿Desarrollo de qué? ¿Desarrollo para qué? ¿Desarrollo de quién? ¿Desarrollo de quiénes? ¿Lleva la idea que el desarrollo es ilimitado? No tengo las respuestas, pero sé que hay grupos que vienen ensayando otras propuestas como por ejemplo desarrollo regenerativo, o simplemente hablar de biodesarrollo, alternativas al desarrollo, postdesarrollo, buen vivir, vivir bien, vida plena y sus múltiples variantes en los idiomas de los pueblos originarios.
¿Será entonces que estamos frente a un giro ontológico? ¿Será entonces que estamos en pleno proceso de una revolución científica que no logramos percibir? Lo que si me queda claro es que después de esta reflexión ya nada será igual y tenemos una gran tarea por delante de repensar la normalidad que habíamos aceptado. Solo puedo intuir que deberá basarse en el reconocimiento de la complejidad de la realidad y el reconocimiento que todos estamos interconectados y que todos los elementos, tangibles e intangibles, son bienvenidos en este proceso regenerativo y transformador. No tenemos dos planetas pero si una gran oportunidad para reencontrarnos con nosotros mismos, con la otredad social y la otredad natural. Total, nunca nos hemos separado de la naturaleza aunque nos lo habíamos creído.
* Doctor en Pensamiento Complejo por la Multidiversidad Mundo Real Edgar Morín de México. Magister en Conservación de Recursos Forestales por la Universidad Agraria La Molina, Perú.