Por: Alfredo González Núñez
Fotos: Isaac Santana
“No puedo confinarme”
Son las 2:00 pm del día 6 de abril de 2020; “Kaseeru alataka wamuin joolu prof” (¿qué pasara con nosotros ahora profesor?) habla José Luis, joven wayuu estudiante de bachillerato. Tras el hilo telefónico con su profesor de química luego de caminar cuatro horas desde su comunidad Samutpana para llegar al pueblo de Nazareth, único centro poblado con escasa señal telefónica y energía eléctrica por horas, gracias a un sistema de paneles solares, en lo más remoto del municipio de Uribia, alta Guajira colombiana, lugar de origen del pueblo indígena Wayuu; tierras consideradas las más secas de Colombia, con temperaturas máximas de 42 grados centígrados y que generan una vegetación muy típica de arbustos espinosos y cactus, propios de sus terrenos desérticos.
Eudo Montiel profesor de José Luis, se encuentra a 9 horas de distancia de la comunidad de Nazareth, en la ciudad de Maicao, sitio de su residencia. Desde el 19 de marzo del 2020 luego de abandonar junto a los demás profesores el internado indígena donde es docente, por la coyuntura de la pandemia del covid-19, donde dejaba a más de 800 estudiantes wayuu, solo con algunas actividades que con mucha preocupación y miedo habían organizado, apenas recibieron la notificación oficial de la empresa que administra la educación en la alta Guajira. Les instruían regresar a sus casas y someterse al confinamiento preventivo obligatorio para evitar la propagación de la nueva pandemia.
El profesor Eudo, un wayuu con amplia formación en pedagogía y enseñanza de las ciencias naturales, dejó la noche del 18 de marzo uno de los internados etnoeducativos de la Zona Norte extrema de la alta Guajira, en medio de la incertidumbre y la preocupación de no saber cómo continuaría su labor con las medidas de educación virtual y a distancia implementadas en todo el país, dada la magnitud de la emergencia sanitaria que recién comenzaba a cubrir a la humanidad. Este sería un confinamiento de los estudiantes en un lugar que no cuenta con energía eléctrica, acceso a señal telefónica y, mucho menos, internet.
El internado Etnoeducativo Nuestra Señora de Fátima es uno de los centros de educación formal que alberga a más de 800 estudiantes wayuu, quienes en su gran mayoría recorren hasta 6 horas de caminos arenosos y otros pedregosos desde diferentes zonas remotas de este territorio indígena de la Guajira, el más alejado e intrincado de Colombia, para llegar al centro educativo y quedarse hasta los descansos o vacaciones oficiales del sistema; jóvenes que duermen en un amplio salón en chinchorros, con alimentación, insumos, herramientas muy elementales y la ausencia absoluta de los servicios básico que garanticen el derecho a una vida digna. Es la demostración de la realidad social de pobreza extrema que aqueja esta zona de Colombia, ante la desidia estatal y la corrupción campante que galopa en estas tierras.
El centro de educación indígena cuenta solo con la vocación, valentía y gallardía de su personal directivo, docente y de apoyo administrativo para brindar formación y luz en medio del oscuro panorama real de la Guajira. El mayor porcentaje de sus profesores vienen de distintas ciudades lejanas del país, quienes ante la falta de oportunidades y desempleo, ven una oportunidad de experiencia profesional trabajar en la alta Guajira. Algunos de ellos al ver las duras condiciones de la zona, abandonan la aventura, pero otros deciden permanecer movidos por el altruismo y la solidaridad, como una manera de comprometerse y aportar su talento y trabajo a favor de los wayuu. Todo con la esperanza de impulsar cambios sostenibles.
El profesor Eudo, ante la llamada y la conversación con José Luis, pasó la noche pensativo ante la pregunta desesperada de su estudiante; le asaltaron otras preguntas que cuestionaban su papel como docente indígena con su pueblo, en medio de una pandemia que es poco o nada conocida para los wayuu. Aconsejado por los ancestros en medio de sueños, tomó la determinación de regresar al internado y, desde allá, poder iniciar procesos de asistencia personalizada y una campaña de información y educación en wayuunaiki, idioma de los wayuu, sobre la pandemia a las distintas comunidades de la zona donde podría entrar en contacto con sus estudiantes.
Así inició un viaje de retorno, en medio de la incertidumbre de las medidas oficiales, ausencia de transporte y sus altos costos. Dejar a su familia para atender las necesidades formativas de la razón de su vocación, lo llevo a afrontar el señalamiento de los suyos y de algunos colegas que recibieron su invitación para el regreso. Sin embargo, el sentido de la urgencia ante el panorama que imbuía al sector educativo en las plataformas virtuales en todo el país, lo obligaban a no dejar desasistidos ni desamparados a sus hijos wayuu, como suele referirse a sus estudiantes.
Junto a otros docentes de la zona y la rectora de la institución, quien vive en el territorio, equipado con tapabocas, guantes, desinfectantes y guías didácticas en manos, el profesor Eudo se dedicó día a día a emprender viajes de aventura a lugares y zonas de difícil acceso para tener contacto con las familias y sus estudiantes, quienes recibían en esa visita una orientación detallada en wayuunaiki, su idioma nativo, sobre los contenidos y aspectos para desarrollar, además de las medidas preventivas frente al Covid-19. Estos encuentros le permitieron visualizar el grado extremo de pobreza en la que habitan cientos de familias wayuu. Según datos del año 2018 del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE) el municipio de Uribia registra la taza de pobreza multidimensional más alta del país con un 92 %, siendo el analfabetismo uno de los indicadores más presentes entre los indígenas wayuu, con un 49,5 %.
El 4 de junio en la mañana, con la fuerza del viento corrió por toda la alta Guajira la noticia de la presencia del virus entre tres trabajadores de la empresa Cerrejón, encargada de la extracción del mineral del carbón en los territorios ancestrales de los wayuu, quienes se convertían en los primeros casos en el municipio indígena. Cundió el miedo y la incertidumbre entre los habitantes del municipio más pobre de Colombia, obligando a la empresa prestadora de servicios educativos a cerrar filas frente al trabajo de un profesor, quien movido por su profunda vocación de servicio y amor por su pueblo, se vio obligado a confinarse en la sede del colegio. Sentado en un pupitre diseñando sus guías didácticas, también habla con los ancestros wayuu para que pronto la madre tierra pueda mover todas sus energías y permitan la alegría, la algarabía y los relatos entre estudiantes como el único sonido, así como el que hoy resuena en los espacios de su querida escuela, el fuerte silbido del viento caluroso del desierto.