Por José Manuel Arroyo Gutiérrez*
Mientras no se hayan superado todas las barreras que discriminan a algún ser humano por cualquier de esas condiciones, no tiene sentido hablar de igualdad, libertad, solidaridad o régimen democrático.
Aunque los diccionarios registran distintos significados de la palabra dignidad, y de su opuesta, la indignidad, me quiero referir en esta oportunidad tan solo a dos acepciones de estos conceptos, para analizar el fondo y alguna ingrata anécdota de un tema que, pandemia aparte, ha tenido su debate en los últimos días.
Desde una perspectiva jurídico-política, la dignidad de una persona sólo puede ser definida y entendida desde el reconocimiento y efectivo ejercicio de sus derechos fundamentales. La Historia milenaria registra cómo amplios sectores de la humanidad carecieron del justo reconocimiento de esos derechos y, de alguna manera eran, o incluso siguen siendo, personas de segunda clase, sub-humanos, o simplemente “cosas” en el inventario de quienes sí son considerados ciudadanos plenos. Tal ha sido la trayectoria de la mitad de la humanidad, las mujeres, así como también de esclavos, infantes y, por supuesto, los pobres, siempre los pobres. También ha sido el caso de extranjeros, migrantes, o aquellos diferentes en razón del color de piel, de sus creencias religiosas y políticas, o sus orientaciones sexuales o de género.
Mientras no se hayan superado todas las barreras que discriminan a algún ser humano por cualquier de esas condiciones, no tiene sentido hablar de igualdad, libertad, solidaridad o régimen democrático. Mientras no se garanticen a plenitud el disfrute de esos derechos, no podemos hablar de un auténtico estado de derecho y una eficaz vigencia de los derechos humanos.
El otro sentido de la palabra dignidad que me interesa traer a cuento, tiene que ver con su utilización para reconocer el merecimiento de una persona por sobre el común de los mortales, ya por su especial condición en el concierto social, ya por sus cualidades positivas, su natural liderazgo, sus habilidades y destrezas, o su sabiduría… En un régimen republicano ideal, desde las antiguas Grecia y Roma, el gobierno y los puestos de autoridad pública debían ser desempeñados por los, y ahora las, mejores ciudadanos y ciudadanas, elevados a los cargos de mayor prestigio en razón de sus virtudes y méritos.
Por eso, cuando un diputado de la República arremete a golpes contra un asesor parlamentario, estamos frente al quebranto de la dignidad, y naufragando en la indignidad, en los dos sentidos antes destacados.
Es indigno que supuestos representantes populares pretendan ignorar una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, instancia a la que, como nación, nos hemos voluntariamente adherido y comprometido a respetar sus decisiones. Es de toda indignidad que se pretenda ignorar el plazo que nuestro propio Tribunal Constitucional haya fijado para que la Asamblea Legislativa debatiera una forma legal que hiciera realidad el mandato internacional. Y resulta de oprobiosa indignidad, a estas alturas, que se intenten nuevas maniobras dilatorias y engañosas, so pretexto de que no ha habido tiempo u oportunidad de cumplir con las obligaciones impuestas, puesto que esto es abiertamente falso.
Uno no sabe qué es más indigno. Si pretender eludir la sentencia de los jueces de mayor jerarquía, o contemplar el bochornoso espectáculo de un “patricio” comportándose como fanático de gradería. Uno no sabe cuál es la peor forma de ejercer violencia de hecho. Si el flagrante incumplimiento de la ley por parte de quienes están llamados a ser los primeros en respetarla, o la respuesta a puñetazos de un sujeto que no parece tener ni la más lejana idea de lo que significa haber sido elevado a la dignidad de una curul parlamentaria.
Quienes piensen que las acciones del grupo de diputados y diputadas contumaces, y la acción de su colega agresor, son dos cuestiones cualitativamente diversas, se equivocan. Ambos comportamientos están envueltos por la misma lógica perversa. Sólo se trata de dos maneras apenas diferentes de ejercer violencia, de tomarse la ley en sus manos, de acudir a las vías de hecho contra todo derecho, y pretender imponer el criterio y pre-juicio religioso particularísimo, sobre una minoría discriminada, contra todo equilibrio de poderes y sano control democrático.
*ex-Magistardo, catadrático UCR