Por Carles Martín

Si hay algo especialmente extraordinario en el fenómeno de la actual pandemia es, precisamente, que se trata de un evento de especie, incontestable en cuanto a las implicaciones que se extienden por todas las áreas geográficas, afectando simultáneamente a diversas conformaciones sociales, culturales y políticas. Todos los seres humanos están viendo cambios en sus vidas, que dejarán algo más que la huella biográfica individual. Estamos ante una importante huella en la memoria colectiva, que aún no sabemos cómo se desarrollará ni qué balance nos dejará, una vez resuelta esta crisis.

Aun siendo pronto para las conclusiones, podemos ir recapitulando sobre el propio proceso humano y sus crisis anteriores, en busca de indicios.

Naturaleza y genética

Rastreando en los orígenes de la especie, encontramos que la respuesta evolutiva ha salido adelante, inicialmente, a través de cambios más o menos importantes en la genética. Por ejemplo, hace entre dos y tres millones de años, nuestro antecesor homínido, ya muy diezmado por las adversidades del clima, se encontraba concentrado geográficamente en una zona restringida del continente africano. Con una población ya escasa, se vio amenazado por una versión altamente letal de la malaria, hasta el punto de estar muy cerca de la extinción. Entonces, apenas un pequeño porcentaje de especímenes, quizá unas pocas decenas de individuos en total, presentó un cambio irreversible en su genoma. Esta mutación implicó la pérdida de la molécula Neo5Gc, común entonces al resto de mamíferos, necesaria para aquella versión del Plasmodium que les infectaba. Fue sintetizada en su lugar otra molécula, la Neo5Ac, que cumplía con la misma función en su membrana celular, pero que no permitía la utilización de los eritrocitos por el parásito. De este modo, el reducido número de mutantes que sobrevivió, constituyó un cuello de botella evolutivo, a partir del cual se continuó con un nuevo linaje. A lo largo de la línea evolutiva, sucesivos cuellos de botella fueron determinando cambios genéticos más o menos relevantes. Algunos de ellos dieron lugar a saltos importantes, definidos por la Paleogenómica como especies distintas, hasta llegar al Homo Sapiens actual. Incluso en éste, a lo largo de su migración desde África, sucesivos cuellos de botella locales produjeron diversas morfologías, características de su adaptación a las condiciones que encontraba en las zonas geográficas donde se fue asentando.

Otros cambios evolutivos fueron consecuencia de adaptaciones más eficaces y no siempre fueron la respuesta a una amenaza por la supervivencia. En el caso de las adaptaciones al medio natural de distintas zonas, fue la propia especie quien en su desplazamiento indujo estos cambios, al variar su entorno. Una serie de polimorfismos menores son hoy rastreables y explican esos cambios, en función de una mejor respuesta a condiciones de menor luz solar, más frío u otras, distintas a su región de origen. Encontramos, aún hoy, muestras en la pigmentación de la piel, la mayor o menor presencia de grasa parda y otros rasgos.

El fuego y el cerebro

Podemos decir que hay un punto de inflexión y un cambio de cualidad en el proceso evolutivo a partir del control del fuego que realiza el Homo Erectus, hace aproximadamente un millón de años. La incorporación del cocinado de los alimentos permite cambios sustanciales en la alimentación. Estos cambios, a su vez, inducen nuevos cambios diferenciales, a costa de algunas aparentes pérdidas. Por ejemplo, perdimos la capacidad de sintetizar la vitamina C, pero podemos desde entonces digerir grandes cantidades de proteína y grasa de origen animal, especialmente el marisco, que fue clave entonces, aportando fosfolípidos, con los cuales se construyó el cerebro. Notablemente, esta dieta enriquecida, permitió aumentar espectacularmente el volumen encefálico, habilitador de funciones cognitivas y reducir el tramo de intestino grueso, ya menos necesario, al ingerir alimentos cocinados y abandonar ciertos alimentos de origen vegetal y menor rendimiento, en favor de otros alimentos de mayor densidad nutricional. Este cambio progresivo, cuyo resultante fue el Homo Sapiens, llevó 800.000 años. Y, lo más importante, abrió una nueva vía de cambios evolutivos, puesto que no se modificó únicamente la dotación genética, sino que se externalizaron las transformaciones más allá de nuestra biología. Se avanzó enormemente en la producción de objetos tecnológicos y se dieron las bases de un sistema de organización social. El legado a nuestra especie incluyó la base biológica necesaria para que se pudieran formar las redes neuronales capaces de sustentar y gestionar esa incipiente tecnología y esa primaria organización social. En la base de estos cambios, hubo una ganancia significativa en la cantidad de energía disponible. Ese plus energético fue el que permitió reinvertir en mejoras adaptativas y aumentar el control sobre las condiciones que imponía el medio natural.

Desde ahí, los saltos adaptativos en nuestra especie han ido teniendo una menor dependencia de la biología y se han apoyado cada vez menos en modificaciones genéticas, lo cual ha permitido acelerar los tiempos y el ritmo evolutivo. Tras una larga diáspora, que le llevó a cubrir el planeta, los sucesivos cambios del Homo Sapiens han ido siendo sustentados por revoluciones tecnológicas y sociales, antes que por los genes.

El homo sapiens y lo social

A lo largo de 200.000 años, se consolidaron las adaptaciones neuronales para la imprescindible vida social, las crecientes funciones cognitivas adaptadas a estos intercambios cada vez más complejos, y a la próspera tecnología de las herramientas y la transformación de los materiales. Esa actividad compleja y realizada socialmente impulsó un lenguaje cada vez más preciso y diverso, que a su vez fue la herramienta de nuevas funciones abstractivas y nuevas formas de expresión emocionales. Así como las mejoras en la dieta proporcionaron antes los pilares fisiológicos, imprescindibles para el desarrollo cognitivo, la organización social facilitó el surgimiento de la cultura y la expresión de la conciencia, no solamente como una respuesta adaptativa a las necesidades materiales de la supervivencia, sino también como una progresiva forma de comprender y explicar el mundo, tanto tangible como intangible, manifestándose también el sentimiento compartido de lo trascendente. Las funciones sociales se organizaron para resolver colectivamente las necesidades y aparecieron expresiones de arte. Durante cientos de miles de años, evolucionó socialmente un ser, aún frágil en su biología, pero cada vez más capaz y competente como colectivo solidario, donde la tribu amparaba y protegía al individuo de amenazas externas, le ofrecía una funcionalidad en la cual poder aportar y le brindaba los productos materiales e inmateriales compartidos, que hicieron despegar su calidad de vida mucho más allá de la mera supervivencia. Ese sentimiento más espiritual, quizá ordenado en algunos casos como religiones primitivas, le mantuvo conectado con la Naturaleza y con la Vida, como muestra la presencia de restos de antiguos rituales de fertilidad y de caza, o de una finalidad más trascendente, como los funerarios. La forma de vida nómada o semi-nómada, no permitía la propiedad permanente de la tierra, ni mucho menos una estructura social que garantizara la transmisión ni la defensa de dicha propiedad, entonces inexistente. Tampoco existían las guerras territoriales, aunque hubiera episodios de violencia inter-tribal, de canibalismo y de predación dentro de la especie. Se considera probable que la presión por fricción entre colectividades, compartiendo áreas de influencia y compitiendo por recursos alimentarios, fuera uno de los impulsos de la expansión geográfica. En cualquier caso, la forma de organización social era entonces básicamente colaborativa. Los ejes fundamentales de la convivencia en la tribu estaban relacionados con la alimentación y con la crianza, tomando las mujeres un papel predominante en la organización social, probablemente matriarcal. Se puede hablar de una economía de lo compartido, especialmente de las herramientas y los bienes necesarios para el sostén de la tribu, que serían de propiedad común. El plus que permitió todos esos avances provino de la cooperación social y de la mayor eficacia en el reparto solidario de funciones. A su vez, el crecimiento de la complejidad neuronal y emocional, fue estimulado por el creciente número de interacciones sociales. También la actividad relacional modificó la fisiología.

La revolución agrícola y la brecha

En esta escala de tiempos, es muy reciente el último gran cambio de tendencia en nuestro modo de vida, hace apenas 10.000 años, la llamada revolución agrícola o revolución del Neolítico. Muy concentradas en poco tiempo, se produjeron grandes alteraciones. El asentamiento en un territorio para poder cultivar. El agrupamiento en asentamientos cada vez mayores. La propiedad de la tierra y de los animales domésticos. La defensa de la propiedad territorial y la competencia sistematizada por los recursos. El patriarcado emergió como un nuevo ordenamiento social basado en el ejercicio de la fuerza para mantener la propiedad, la autoridad y los privilegios de una parte, por encima del conjunto social. La Naturaleza se vio como algo que se podía poseer y la Vida como algo controlable. El conocimiento de los mecanismos de la fecundación y la reproducción situó a las mujeres en un papel social secundario. Los mitos, las cosmogonías y las religiones que surgieron, amplificaron y justificaron el ordenamiento patriarcal, con dioses masculinos y autoritarios. Se produjo lo que denominamos “la Brecha”, por ser un distanciamiento del ser humano de aquel ámbito mayor de lo Sagrado, que antes se identificaba con la Naturaleza, que quedó como algo controlable y sujeto a las nuevas reglas de la propiedad. Hubo una gran abundancia de alimentos, que permitió una expansión demográfica sin precedentes. En esta nueva organización colectiva, quedó institucionalizada la guerra como actividad periódica, con una casta de guerreros fuertemente vinculada al poder que se centralizaba en un rey o gobernante, que mantenía continuos litigios bélicos con los reinos colindantes y, ocasionalmente, emprendía campañas expansivas para someter territorios y constituir imperios. La competencia por fabricar mejores armas, fue incluso más importante que la tecnología de las herramientas de labor. Todo tendía hacia la concentración de poder, en todos los campos. Aquel orden social era también beligerante internamente. Los amplios colectivos humanos de las ciudades, desbordaron la capacidad neuronal anteriormente conseguida y, en respuesta, se formaron clanes familiares, adecuados para repartir el poder parcialmente desde una figura patriarcal y así controlar la transmisión de éste, vinculado a propiedades materiales hereditarias. Prevaleció la competencia sobre la solidaridad, no solamente entre clanes familiares, también internamente se ejerció la autoridad masculina en el seno de las familias. La brecha también se produjo en la relación entre los sexos, reduciendo frecuentemente a las mujeres a ser objeto de propiedad de los patriarcas. Las nuevas religiones, aliadas con el poder, reforzaron estructuras ideológicas que mantuvieron y promovieron esa estructura social, ahondando la brecha entre el sentimiento religioso y los ritos oficializados. Como contrapartida biológica, la incorporación de nuevos alimentos cultivados y criados por su gran rendimiento, empeoró la salud: menor expectativa de vida del adulto, nuevas enfermedades y menor calidad de vida. El creciente desarrollo de la tecnología puso al ser humano en situación de modificar el mundo natural a su medida, incluyendo, hasta cierto punto, a su propio cuerpo. El uso de todo tipo de prótesis y máquinas le permitió alcanzar un creciente dominio del mundo natural y, a la vez, sirvió de base para el desarrollo de nuevos conceptos y nuevos términos lingüísticos que los definieran. Podemos hablar de un creciente desarrollo de la inteligencia, necesaria para el manejo de un mundo crecientemente más complicado. Sobre una base fisiológica más endeble, se formaron redes neuronales de mayor complejidad, apoyadas por invenciones externas para las funciones más básicas, como la memoria o el cálculo, respaldadas por medios de soporte material y por maquinaria más sofisticada. A su vez, se desarrollaron variaciones intangibles del pensamiento, como la ciencia, más apta para comprender y manejar un universo más amplio. Incluso hubo apariciones de una conciencia más profunda, que se manifestó en épocas más concentradas, de variada producción mística y filosófica, como la llamada Era Axial. O de forma más puntual, mediante aportes particulares de individuos y escuelas en dichos campos. Gracias a la memoria escrita, existe muy abundante producción relatando e interpretando los últimos milenios; no es la idea entrar en detalles. Sin embargo, en esa visión reciente, parece haberse olvidado el enorme peso que todos los milenios precedentes tuvieron en la creación de una profunda huella de identidad en nuestra especie.

 

Carles Martín es miembro del Centro Mundial de Estudios Humanistas y tiene una larga trayectoria como humanista militante y con experiencia en los medios. Actualmente es acupuntor y terapeuta según la Psiconeuroinmunología.

 

El artículo original se puede leer aquí