Por Hugo Novotny*
Enfrentarnos cara a cara con la muerte es una experiencia que generalmente tiene consecuencias importantes, que nos abre la puerta hacia aprendizajes particularmente significativos. Lo sabemos por haber sufrido un accidente o una enfermedad grave, una catástrofe natural, una guerra o una dictadura… o también por haber compartido junto a un ser muy querido el último tramo de su vida aquí.
Es un momento muy especial. Tal vez tanto como el de nacer, aunque de este sólo tomemos conciencia cuando la llegada de un nuevo ser, íntimamente esperado, nos conmociona hasta la última célula.
Enfrentarnos con la muerte es un momento tan especial que todo lo que veníamos haciendo queda en pausa, o hasta a veces, resulta completamente replanteado. Como un recodo, la curva del río donde la correntada se enlentece y podemos cambiar de dirección.
Un momento en el que, a veces, el cielo se abre y pasan cosas extra-ordinarias y de modos extra-ordinarios, independientemente de nuestra voluntad. Como si algo que no es nuestro “yo”, ni siquiera el de otros seres como uno, tomara el timón de los acontecimientos por un tiempo. Hasta que, más tarde o más temprano, se restablece la “normalidad”.
Un momento en el que, como arrastrado por una ráfaga huracanada, todo lo secundario en nuestra vida se esfuma: las ilusiones quedan al desnudo al perder su poder hipnótico, lo prescindible queda postergado u olvidado, las prioridades se reordenan… haciéndose pasmosamente claro lo esencial. Son esos momentos cuando solemos preguntarnos, en profundidad y con verdad interna, si queremos seguir viviendo y en qué condiciones. Cuando solemos preguntarnos por la vida y su sentido.
Pero estas experiencias, que individualmente tienen mucho significado y seguramente dejan marcas indelebles en nuestra biografía personal, también nos suceden colectivamente, socialmente.
Y sin duda suceden desde siempre… Tal vez desde que aquel primer homínida se paró en dos patas, se enfrentó al fuego y resolvió dominarlo, poniéndolo al servicio de la supervivencia y evolución de su especie. O sea: desde que su conciencia se volvió humana. Cuando en ese psiquismo balbuceante comenzó a esbozarse el futuro, el proyecto, la posibilidad de elección.
Seguramente, a la muerte y a esa lucidez inapelable que la acompaña, se han enfrentado millones de grupos humanos, tribus, pueblos, naciones, civilizaciones enteras a lo largo de la historia.
Pero evidentemente, este 2020 es la primera vez que nos pasa como especie, como humanidad toda, como una comunidad, única y totalmente interconectada.
De repente, una amenaza invisible que no reconoce diferencias entre razas, géneros, confesiones, ideologías, estratos sociales, económicos o culturales, nos pone a todos por igual en riesgo de supervivencia. Y nos pone en situación de reflexionar, de intuir, por ejemplo, que si no la enfrentamos unidos difícilmente la logremos superar.
De repente, la economía se repliega y la ciencia se pone al frente.
De repente, la opción entre economía o salud, entre “el dinero o la vida” adquiere una inusitada actualidad para todos los seres humanos. Tanta, que toda elección que priorice lo primero, al poco de correr muestra el abismo de su catastrófico destino.
De repente, toda una sociedad que había sido construida sobre la ilusión del dinero, la posesión y la centrípeta acumulación de cosas, deja al desnudo su absurdo y provisoriedad. El viejo mito, la gran farsa, pierde su fascinación. Y sólo queda en pie lo fundamental: el ser humano, su vida, su bienestar, su futuro, el sentido de su existencia.
De repente, sentimos la impostergable necesidad de centrarnos en lo esencial.
Ojalá sepamos aprovechar esta oportunidad para un cambio profundo de dirección. Ojalá este momento de caos e incertidumbre sea el que precede a un nuevo nacimiento: el de la primera Nación Humana Universal¹.
* Hugo Novotny. Investigador del Parque de Estudio y Reflexión «Carcarañá», Argentina. Miembro de la Comunidad del Mensaje de Silo. Mail: hugonov@gmail.com / Web: www.parquecarcarana.org
¹ El Mensaje de Silo www.silo.net