Estos días corre mucha indignación entre las personas por el aumento desorbitado del precio de las mascarillas, cuando más se las necesitan. Incluso los gobiernos de distintos países tienen que competir entre ellos para conseguir mascarillas, y esa competición normalmente la gana el que más paga. Obviamente, quienes fabrican y venden esas mascarillas son quienes obtienen los mayores beneficios.
Buena parte de la población está escandalizada. ¿Cómo puede ser que en una pandemia mundial, cuando miles de personas están muriendo cada día, quien tiene un bien que puede mitigar los efectos y salvar vidas, se dedique a especular con su precio? Bien, esto que hoy llamamos especulación, en el lenguaje del capitalismo es el juego de la oferta y la demanda. Si la demanda crece (o sea, si la gente se está muriendo y necesita mascarillas para protegerse) el precio sube. Así de fácil.
Otro ejemplo lo tenemos con los servicios fúnebres. Si se muere más gente (sube la demanda) sube el precio de los enterramientos, incineraciones, etc. Entonces algunos gobiernos intentan intervenir rápidamente para controlar estos precios, cosa que no pueden hacer con el precio de las mascarillas, gracias a la deslocalización y la apertura irrestricta de fronteras para el comercio. Curiosamente, de momento el único paliativo ha sido fabricar mascarillas caseras, de manera artesanal. A un problema del siglo XXI se intenta dar solución con tecnología del siglo XIX (por no pasarme).
¿Cómo?, ¿oigo por ahí algún lector quejarse de que la vida y la dignidad de las personas está en juego, y que no se puede especular con algo como las mascarillas o los servicios fúnebres? Déjenme recordarles que eso mismo es lo que se viene haciendo desde hace décadas de manera descarnada (al menos desde el inicio del neoliberalismo actual, allá por finales de los 1970). En el paradigma neoliberal actual, en que está inmerso (casi) todo el mundo, nada escapa a la especulación. Se especula con la vivienda, con la comida, con la sanidad, con la educación… con todo aquello que pueda llegar a tener un valor económico. De hecho, la mayor especulación se da con el préstamo de dinero, que ni siquiera es un bien tangible.
Las opciones políticas que siempre han dicho que los bienes básicos no pueden estar a merced de la especulación del mercado, han sido las menos votadas en estos 40 años que han pasado. Los medios de comunicación masivos (financiados por los grandes capitales) han alimentado la creencia de que todo lo privado funciona mejor, ignorando intencionadamente que podrían existir cooperativas, que también serían privadas, pero no necesariamente tendrían como único fin el lucro económico. Pero el cooperativismo no ha sido alentado en ningún país, ni en la inmensa mayoría privatista ni en los pocos países más estatistas.
El neoliberalismo nos ha enseñado que la mejor forma de relación en una sociedad es la competencia, sea entre empresas o entre trabajadores. Así, mientras los empleados compiten entre sí para obtener los favores de la empresa en que trabajan, o los trabajadores autónomos compiten con grandes empresas para intentar ganarse el sustento diario, se nos oculta que la competencia entre grandes empresas es cada vez menor, que la concentración de empresas a nivel mundial es tremenda, que cada vez hay menos empresas, que unas pocas controlan grandes nichos de mercado, y que hoy día una gran empresa es capaz de fabricar mascarillas, coches y televisores, mientras ofrecen servicios turísticos, fúnebres y de alimentación, y mientras especulan financieramente con la vivienda y la producción de alimentos, gracias a los fondos de pensiones de otros.
Las personas, cómodamente instaladas en la desinformación y la ausencia de pensamiento crítico en la mayoría de los casos, han votado con entusiasmo las opciones neoliberales, y a día de hoy, con la pandemia en pleno auge y casos tan flagrantes como los de las mascarillas y los entierros en boca de todos, muchos siguen “pensando” que el gobierno nos roba y las empresas privadas son lo mejor para la sociedad. Mientras tanto, no se cansan de aplaudir con las orejas las “generosas” donaciones de multimillonarios como Amancio Ortega o Bill Gates, olvidando que buena parte de sus fortunas se debe a la especulación y la ingeniería fiscal que les permite pagar muy pocos impuestos.
Yo no me opongo a que haya empresas privadas que fabriquen calzado bonito y de calidad, y que cobren un buen precio por ello, ni que se ofrezcan servicios turísticos con un generoso margen, ni que los móviles de última generación cuesten más de mil euros, ni que los departamentos con vistas al mar sean más caros, pero la especulación con bienes tan básicos como la vivienda, el transporte, la alimentación, la salud, la energía, las comunicaciones o la educación debería estar desterrada. Y, por supuesto, entre estos servicios básicos incluyo la banca. El estado, de manera directa o a través de cooperativas de trabajadores, debería proveer estos servicios a la población.
Si luego resulta que todo el mundo tiene mínimamente una vivienda donde vivir, un colegio donde enviar a sus hijos, un servicio de transporte suficiente, una sanidad que cubre todo lo necesario, y un banco público de servicio social, acompañado de una Renta Básica Universal Incondicionada; si después de tener cubiertos todos estos aspectos, hay promotores que desean construir vivienda de lujo, o transporte de lujo, o actividades extraescolares, o bancos con servicios “top”, no me opongo. Si la sociedad ya ha cubierto lo necesario, y todavía le queda energía para seguir creciendo (cosa que es indudable) bienvenido sea el empleo de esa energía en la producción de bienes y servicios adicionales, que además de enriquecer a algunos, ayudan a enriquecer en otros aspectos las vidas de todos. Nadie dice que debamos conformarnos con lo mínimo, bien al contrario. Pero para aspirar a lo máximo, debemos comenzar por cubrir lo mínimo.
Por favor, si nos indigna la especulación con las mascarillas y los servicios fúnebres, traslademos esa indignación a otros bienes básicos. No nos conformemos con la lucha entre pobres que nos ofrece el capitalismo salvaje.