Quienes pensaron que la epidemia de Coronavirus podría salvar a Sebastián Piñera de su inminente caída, hoy deben estar masticando su decepción. Con su última estupidez, al concurrir hasta la vacía Plaza de la Dignidad para fotografiarse, y con ello provocar a los millones de chilenos que estuvieron movilizados e hicieron de este lugar el epicentro de sus protestas, ahora deben ser muchos más los que se convenzan de que la emergencia sanitaria solo le ha dado una tregua a su gobierno.
Sus adeptos debieran instalarle efectivamente un bozal al Presidente más que una mascarilla sanitaria, además de amarrarlo en el Patio de los Naranjos para que no vuelva a salir a cometer nuevos despropósitos que nos escandalicen y avergüencen como nación. Además de impedirle que use los medios informativos para propalar mentiras, como aquella de que él había comprado miles de respiradores mecánicos para hacer frente a la pandemia mucho antes que se les ocurriera a otros gobernantes del mundo y de la Región con quienes siempre busca compararse.
No sabemos todavía cuánto tiempo nos falta para volver a la normalidad política, para que los chilenos puedan salir libremente y sin temor a las calles y plazas; para que los ciudadanos recuperen sus derechos cívicos y los militares vuelvan a sus cuarteles. Sin embargo, se sabe que confinados en nuestras casas, y con todas las restricciones agregadas, no ha variado mucho el sentimiento general respecto de la incompetencia del conjunto de la clase política contra la cual se alzó el 18 de octubre.
Por el contrario, se ha demostrado palmariamente que oficialistas y opositores no han sido capaces siquiera de ponerse a la altura de la grave emergencia que vivimos, a excepción de un puñado de alcaldes que se ha tomado en serio sus cargos y codo a codo con los habitantes están enfrentando los riesgos ocasionados por este virus importado al país, como se sabe, por los chilenos que anduvieron por Europa, Estados Unidos y otros destinos turísticos o de negocios.
El Ejecutivo y el Parlamento vienen dando un triste espectáculo de reyertas, cruzados dimes y diretes y denodados esfuerzos por lucirse, recuperar pantalla en la televisión y sacar cálculos alegres respecto de las futuras competencias electorales. Obviamente que el buen y correcto desempeño político durante esta crisis le puede traer dividendos electorales a algunos, pero siempre que se impongan la mayor discreción posible o la menor estridencia en lo que hacen. Lo cierto es que ya empiezan a agobiarnos los opinólogos políticos que se han hecho cotidianos en los matinales y noticiarios de televisión, por los que los canales podrían haber perdido mucho su audiencia de no ser el encierro obligado que vive más de la mitad de la población, como la oportunidad de valorar a tantos especialistas y profesionales serios que son requeridos por la información más gravitante del momento. Los cuales realmente abochornan la participación de los políticos invitados y de esa cantidad de animadores y periodistas mediocres y faranduleros que pululan en la llamada pantalla chica, pese a la dramática situación.
Gobiernistas, opositores y en especial los disidentes del actual sistema debieran aprovechar estos meses para actuar debidamente una vez que se superen estas amargas circunstancias. Para cuando el mundo y nuestro país ya no sean los de antes y la economía neoliberal se precipite en el descrédito y las cifras rojas. Es decir, para cuando tengamos que afrontar la necesidad de garantizar derechos tan fundamentales como el empleo, la producción, los salarios y pensiones justas. O para garantizarle a todos el acceso a la salud, la vivienda digna y, desde luego, la educación gratuita y de calidad. Hablamos, por cierto, de ese conjunto de demandas sociales que quedaron suspendidas por la llegada del Coronavirus pero cuya consecución ya no podrán ser eludidas por los gobernantes, una vez que las desigualdades y abusos hayan quedado todavía más al desnudo.
Intelectuales y políticos debieran estar concibiendo qué hacer para el reemplazo de las administradoras de pensiones, así como para fortalecer la salud pública e igualitaria. Al mismo tiempo que encarar el desafío de que el Estado se haga cargo de la administración de los servicios básicos privatizados y extranjerizados por la Dictadura y la Posdictadura. Lo que supone también la recuperación de nuestros yacimientos, reservas forestales y otros recursos estratégicos hoy en manos foráneas.
Lo más probable es que las demandas se aceleren todavía más después de la emergencia sanitaria, esto es la necesidad de materializar lo más velozmente posible el plebiscito y una constitución democrática. Porque ya no se tratará solo de voluntad política sino de sentido común y de los severos dictámenes que ya nos ha entregado la comunidad científica, como la visualización de un nuevo orden internacional, en que Estados Unidos y sus aliados perderán su actual hegemonía. Todo lo cual le supondrá a Chile hacerse de nuevos amigos y recuperar a los que perdió por la soberbia y abyección de nuestros últimos gobernantes.
A los virus que han asolado la Tierra a lo largo de la historia humana siempre le sobrevinieron tragedias pero también profundas transformaciones en nuestros hábitos de vida. Una inmensa tarea que ciertamente exige nuevos líderes y formas de solidaridad y grandeza que hacen intolerables a los Trump, los Bolsonaro, los Piñera y tantos otros. Para lo cual será preciso nuevas ideas, la solvencia ética de nuestros gobernantes e instrumentos políticos modernos para la regulación democrática y la expresión del pueblo soberano. Al que hoy se lo condena a la interdicción en Chile después de ser elegidos sus mandatarios, así sea con una pizca de sufragios y una enorme abstención ciudadana.
Es muy factible que ya no necesitemos para entonces tantas movilizaciones ni de la ira del pueblo. El mal y el error prometen caer por su propio peso. Por las contundentes evidencias de un modelo político, económico y social fracasado.