Por Nuria Alabao/Ctxt
Quizás estemos a tiempo para dar un paso más hacia un nuevo mundo donde todos tengamos garantizado un mínimo para vivir en condiciones. Queremos seguir vivas, pero no de cualquier manera.
No llevamos ni una semana encerrados en casa y el mundo parece ser otro. El orden se ha trastocado. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: neoliberales pidiendo que el Estado gaste, Vox aplaudiendo al Gobierno por la cuarentena y hasta rentistas ávidos de una moratoria de alquileres cerca de la puerta de Tannhäuser. Quizás porque esta vez no nos pueden culpar por hipotecarnos y lo único que intentamos es no morir o que no mueran los nuestros. No, no es culpa de nadie, pero como no lo es ¿por qué tendrían que pagar los de siempre? Hoy parece más transparente que nunca: no solo queremos vivir, queremos vivir bien. La Renta Básica parece incluso posible, parece casi la única posibilidad.
Me dice una amiga de la PAHC del Bages que se les ha muerto una compañera y que no han podido ir al entierro. También me dice que no saben qué van a hacer con la crisis que viene, que la gente que les llega no tiene ya que ver con las hipotecas, que les desahucian por impago de alquileres o directamente porque están ya en la “puta calle”. Así lo dice: “En la puta calle”. ¿A dónde va la gente que desahucian en una cuarentena? ¿A dónde va un día normal?
Las medidas de emergencia que ha presentado el Gobierno son importantes, pero están pensadas fundamentalmente para preservar un mundo de empleo estable e hipotecas. Un mundo que hace años que se está diluyendo. Las dos reformas laborales impuestas en la crisis precarizaron el empleo, de manera que muchos de los que hoy tienen uno de esos contratos temporales sin derechos –uno de cada cuatro– en este contexto de parón económico simplemente no van a ser renovados. Y a la calle –a la cuarentena–. Todo el empleo del sector turístico al que la pandemia ha hundido está pavimentado con estos contratos, que pueden llegar a ser el 40% de las contrataciones. Para ellos y para ellas –es un sector muy feminizado– no hay ayudas especiales si no tenían ya derecho a paro; sus condiciones no han cambiado, simplemente no van a recibir nada. Esta es la principal diferencia con los que provienen de un ERTE –con contratos más estables–, que además de conservar el puesto de trabajo tienen condiciones especiales para acceder a la prestación de desempleo. De nuevo nos olvidamos de los precarios y precarias, la masa de trabajadores que sostienen los servicios –y muchas de las tareas de cuidados remuneradas– y ya estructuralmente fuera de un sistema de prestaciones pensado para un mundo de empleo estable en claro retroceso.
Muchas de estas personas, además, viven en hogares donde hay otras situaciones difíciles desde antes de la crisis. Recordemos: esta recesión vírica se monta sobre una situación que ya era intolerable. 2,5 millones de personas ya sufrían “privación material severa”, según el lenguaje de los informes. 12 millones estaban en riesgo de pobreza o exclusión social. Y más de la mitad de los españoles ya tenía alguna dificultad para llegar a final de mes. Podemos estar hablando también de un 23% de paro real si se cuenta a los desanimados –los que no buscan más– y las jornadas parciales.
A todas estas personas las ayudas de emergencia casi ni les rozan: lo que han anunciado son medidas, como la prohibición de cortes de luz y gas, que ya existían. Han puesto dinero para garantizar el cumplimiento de las leyes autonómicas que ya existen. Pero que ya antes de esta crisis no estaban garantizando un mínimo a la mayoría de personas que lo necesitan, las mismas que hoy, en una situación de parón económico y con menos posibilidades de encontrar trabajo, siguen teniendo que pagar el alquiler, comprar comida y enfrentar muchos otros gastos básicos que no tenían cubiertos en momentos de “normalidad”. No lo hacen en cuestión de vivienda y no lo hacen a partir de los sistemas de rentas mínimas existentes –con la excepción de Euskadi–, que no están funcionando por las altísimas trabas burocráticas. Llegan solo a un pequeño porcentaje de gente que la necesita. (Como ejemplo, hay más de 200 mil personas que por nivel de ingresos podrían optar a la renta garantizada catalana pero solo la reciben 32.000, según un estudio de Lluís Torrens.) ¿Va a mejorar eso en caso de encierro, en caso de alarma?
El Gobierno ha intentado apuntalar una realidad de trabajo estable, y a los propietarios. Un mundo que cada vez se parece menos a este país. Ya había muchas personas que se quedaban fuera de esta situación y que ahora verán empeorar sus expectativas, quizás por mucho tiempo. La duración y profundidad de la crisis es difícil de valorar hoy. La apuesta es a salir rápidamente por la vía de la reactivación de la demanda postcuarentena, pero hay dudas. Para algunos, esta recesión se produce en una situación inestable previa. Por eso decimos que las medidas que se han presentado son insuficientes.
Se nos pide un esfuerzo, ¿qué se nos da a cambio?
La sanidad lleva infrafinanciada desde la crisis del 2008. La que fue un ejemplo mundial de gestión pública de la salud estaba también en decadencia, al menos, no estaba lista para los retos que teníamos delante. Los contratos que la propia administración ofrecía a los sanitarios eran precarios, a veces de unos meses, y demasiados se jubilaban sin cubrir sus puestos. En muchas comunidades, muchos servicios estaban externalizados, o parcialmente privatizados –sobre todo Cataluña y Madrid–. No, la sanidad no estaba preparada. Tampoco hubo previsión de recursos extras por si un caso así se presentaba. Hoy los sanitarios trabajan sin los equipos necesarios en jornadas imposibles.
Nos han pedido que nos encerremos para controlar el virus. Y lo hacemos. Se ha organizado una gran campaña cívica para que nos “unamos” contra el virus. Pero el encierro no implica lo mismo para todos; para algunos supone un altísimo coste: personas con niños que habitan casas en situación de hacinamiento, a veces sin calefacción, mujeres y menores que sufren violencia en sus hogares. Otras son obligadas a trabajar en medio de la pandemia en lugares sin medidas de seguridad cuando tienen personas a su cargo que quizás son población de riesgo. Buena parte de ellas no pueden elegir. Muchas no pueden teletrabajar o no saben qué hacer con sus hijos sin cole y sus trabajos basura que no se han suspendido. Algunas dicen también: y menos mal, porque las facturas no se pagan solas. ¿Y qué reciben a cambio por echarse encima por igual los problemas derivados del encierro?
Hoy nos preguntamos, ¿podría haber habido una gestión diferente de la crisis que no implicase tanto sufrimiento social, el sacrificio del encierro? Ahora ya es tarde y esta es la única opción, se nos dice. Aceptamos pues por el bien colectivo. Aceptamos el encierro y que no todas llegamos a él en las mismas condiciones. Aceptamos quedarnos en casa aunque muchos no saben hasta cuándo tendrán casa. Asumimos, por inevitable, bajar la persiana, dejar de trabajar, de buscar trabajo, de hacer chambas, de recibir salarios, ¿pero toleramos no tener derecho a ninguna ayuda?
Hay también hoy una gran retórica de relegitimación del Estado. Pero esta crisis sanitaria –que es también de cuidados– está siendo salvada fundamentalmente por las personas que se cuidan mutuamente y a los suyos. ¿Hay un reconocimiento de esta situación por parte el Estado? Más bien se sigue ignorando en los discursos públicos, se militariza las relaciones sociales –en la calle tienes que justificar a un policía si quieres ir a atender a una amiga–. Ahora todo va de número de enfermeros, camas y doctores. Expertos que saben lo que tenemos que hacer y control de nuestras relaciones. Pero es nuestro comunismo de la vida el que sigue haciendo funcionar el mundo. Queremos un reconocimiento en dinero –en facilidad para seguir funcionando– porque cuando todo se pone jodido seguimos charlando, limpiando y alimentando a los nuestros con amor y no dejamos que se nos mueran entre las manos. Porque sin eso no hay sistema institucional de salud ni Estado del bienestar.
Hoy, se percibe ese rumor, que es casi clamor por un reconocimiento de todos esos trabajos invisibles. Un reconocimiento en forma de Renta Básica de Cuarentena. Hay todo tipo de ayudas a las empresas que quizás sean necesarias para mantener los puestos de trabajo –¿también las de aquellas que tienen beneficios millonarios?–. Es tiempo también de ayudar a todos los que se han quedado fuera del sueño fordista –que aquí ni siquiera sabemos si existió o si todas las partes de este contrato son deseables–: trabajo estable, casa en propiedad, la mujer encargándose de la casa, los niños y personas dependientes. Ese mundo revienta hoy por las costuras de las realidades materiales del trabajo precario, el altísimo paro estructural, los alquileres inciertos por las nubes, las mujeres que no queremos y no podemos quedarnos a cuidar. La pandemia hace eso más cristalino. La renta de cuarentena vendría a obturar la emergencia social y se podría hacer de manera urgente, por lo menos unos meses, por mucho menos de lo que cuesta todo el paquete de ayudas que está implementado. Después de la pandemia, seguiremos hablando, quizás se demuestre como la mejor manera de sostener la vida en su nuevo marco de inestabilidad que es la nueva normalidad.
Esta crisis ha sido un golpe inesperado y supone un enorme experimento. ¿Vendrán más? No sabemos. “Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”. Pero quizás estemos a tiempo para dar un paso más hacia un nuevo mundo donde las crisis ya nunca más las paguemos los de abajo, donde todos tengamos garantizado un mínimo para vivir en condiciones. Queremos seguir vivas, pero no de cualquier manera. La pandemia nos deja un aprendizaje: queremos renta –y repartir el trabajo– para poder atender a los nuestros en condiciones.