En memoria de Mariano Puga, el cura obrero.
“¡Que se vaya! tituló en una de sus más exitosas ediciones la revista Análisis cuando el país demandaba la salida de Pinochet. La irreverente portada causó la furia del Dictador y de allí se sucedieron todo tipo de amedrentamientos a la prensa disidente, como aquellos requerimientos ante los tribunales y las fiscalías militares en contra de los periodistas y colaboradores de esta y otras publicaciones. Hoy son cientos de miles las pancartas, rayados murales y diversas formas de demanda popular para que Sebastián Piñera cese en su cargo de La Moneda en medio de la mayor crisis de nuestra historia.
Ciertamente que el escuálido respaldo popular del actual Presidente, la protesta incesante de la población y los altos y peligrosos grados de confrontación social en cualquier democracia en serio ya habrían ocasionado la renuncia o la destitución del primer mandatario. Sin embargo lo que tenemos en Chile no es un régimen de soberanía popular sino una posdictadura todavía regida por los rasgos autoritarios de la Constitución de 1980, el poder económico y una clase política insensible a las demandas de la población, además de devenir en corrupta.
Es cosa de leer las encuestas y recorrer las calles para apreciar el balance que el pueblo hace de la gestión de un jefe de estado obstinado que fue elegido por mucho menos de la mitad de los ciudadanos y que, para colmo, hoy recibe la rechifla mundial por sus espeluznantes acciones contra los derechos humanos de nuestros habitantes.
El ministro de Interior ha declarado recién que “la democracia se basa en el respeto a las reglas del juego”, haciendo caso omiso que la principal característica de este régimen es su fidelidad a la voluntad soberana del pueblo, frente al cual el gobierno, el parlamento y las instituciones del Estado deben direccionar sus propósitos y acciones. Tarea en que las Fuerzas Armadas y policiales deben estar encomendadas a proteger a su población y velar por el orden público, muy contrariamente a lo que está sucediendo con una represión criminal que se ejerce cotidianamente contra los chilenos que protestan y se movilizan contra un sistema profundamente desigual. Bajo el imperio de la concentración de la riqueza, el trabajo precario y la expoliación de nuestras materias primas y riquezas en manos de los intereses foráneos.
Más de cuatro meses de continua insurrección, caos, víctimas fatales y miles de presos políticos constatan el descontento popular y el fracaso de todas las autoridades en ofrecer soluciones a ese despertar irrefrenable de un país ya harto de abusos de todo tipo y de esperar por más de treinta años que se consolidara la democracia y la justicia social. Porque, a excepción de unas pocas voces del Parlamento, el conjunto de los legisladores, los partidos políticos y los medios de comunicación hegemónicos se escandalizan de lo que parece realmente más prudente antes que la crisis siga profundizándose. Esto es que Piñera decida irse para que la violencia no conduzca al país a una de lamentables ocasiones ya vividas, como la guerra civil, las asonadas militares y los miles de muertos y desaparecidos.
Desgraciadamente, lo que aparece más razonable es tildado como una propuesta extremista y un atentado contra nuestra supuesta democracia. Incluso la clase política opositora, y consciente del daño que le significa al país el gobierno de Piñera, ha sacado del sarcófago a varios políticos para que propicien, otra vez, una salida negociada con el Gobierno. Esto es esos mismos acuerdos que entonces fueron impuestos y financiados por el Departamento de Estado Norteamericano para evitar el derrumbe de la Dictadura, garantizar la impunidad de Pinochet y darle continuidad a su régimen económico y social. Lo que ahora ha terminado por crispar al país.
Un grupo de ex concertacionistas, ebrios de figuración pública, conspiran de nuevo con la Derecha, los grandes empresarios y empiezan a golpear las puertas de los cuarteles para hacerle frente al estadillo social y desbaratar la posibilidad de que, con o sin plebiscito y asamblea constituyente, el país apruebe unas nueva Carta Fundamental, seguido de terminar con los privilegios que goza menos del 0.5 por ciento de la población. Es decir, se le dé ejecución a una agenda social que le ponga término al sistema previsional, la educación discriminatoria, la salud elitista y la represión de los derechos de nuestros pueblos autóctonos, entre otras justas demandas.
Ante la presión social, el Poder Legislativo discurrió proponerle al país un itinerario institucional con la esperanza de apaciguar el malestar, pero sin convicción política alguna en cuanto a que, por fin, prosperara un régimen democrático de mínima solvencia. Pero lo que no lograron percibir estos legisladores es la posibilidad de que en consulta electoral los millones de chilenos puedan constituir una convención constituyente que arrase con las pretensiones de quienes quieren darle continuidad al régimen actual, incluso recurriendo al poder de veto que tendría cualquier reforma si ésta no reúne los dos tercios; según el abusivo quórum convenido por los defensores y encantados del el legado pinochetista. Recién se dan cuenta que la explosión social no solo es contra el Ejecutivo sino contra el conjunto de una casta política que durante los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría se hicieron los sordos frente al mandato popular e incumplieron flagrantemente sus propias promesas electorales.
De esta forma es que ahora se proponen amarrar a Piñera en su cargo y ver la forma de interrumpir el proceso constituyente aunque sea a pretexto de la pandemia del Coronavirus, fenómeno ampliamente manipulado por las autoridades y que les ofrece infundirle pánico a la población ante la posibilidad de contraer este mal en los lugares de votación, las concentraciones públicas, las universidades y los medios de transporte. Como si en todo el mundo y en Chile no fueran inmensamente más los que a diario padecen y mueren por las epidemias del hambre, de otros virus mucho más letales, las fatídicas esperas por atención médica hospitalaria, los conflictos armados y la criminalidad.
Esperamos que el pueblo no se deje engañar. Más bien confiamos en que los chilenos saben que la violencia callejera y el vandalismo son hábilmente tolerados y estimulados por los que quieren oponerse a los cambios. Que como en otros momentos de nuestra historia, las policías no se proponen neutralizar a los delincuentes o a los narcotraficantes sino a los que protestan pacíficamente. Así como infiltrar a los incautos de la política, estimular las divisiones entre ellos y alentar lo que mejor saben hacer: los cruentos golpes de estado y sus posteriores campos de concentración y exterminio, así como la venta de nuestra soberanía territorial al capital foráneo.
No deja de ser extraño que en su última desfachatez, Piñera haya reconocido que su gobierno tenía pleno conocimiento que durante el estallido de octubre pasado se iba a atacar algunas estaciones del Metro de Santiago. Curioso, ¿no?