Si de estallidos sociales se trata, éstos siempre están en la antesala de los grandes cambios o revoluciones. Con mayor o menor intensidad, la violencia muy habitualmente los acompaña. La condición humana siempre se empeña en mostrar sus distintos rostros.
No parece posible que las transformaciones importantes puedan sucederse gradualmente y que haya que esperar por ellas en paciente y completa resignación. Los primeros en ejercer la violencia son, por lo demás, los que están conformes y se sienten gananciosos con el orden establecido. Por algo se habla de “guerras de liberación” que se oponen a la acción represiva y hasta terrorista de los estados. Así como de grandes conflagraciones mundiales y cruentos conflictos al interior de las propias naciones entre opresores y oprimidos. Entre los que están en el poder y los que se sienten discriminados.
Los grandes líderes reconocidos por la humanidad son siempre los que tuvieron más firme resolución y expusieron hasta sus vidas en la consecución de sus propósitos. La historia habla de cómo se denigró a nuestros padres de la patria y de la forma en que muchos de ellos terminaron asesinados, confinados o en el destierro. Es cosa de ver qué sucedió con O´Higgins, por ejemplo, obligado a abdicar por una conspiración que lo amenazó con más sublevaciones y guerras en una república que no terminaba de constituirse. O lo sucedido también con San Martín, Bolívar, Sucre y tantos otros patriotas que tendrían que esperar muchos años después de sus muertes para ser reconocidos en toda su valía y legitimidad. Porque de lo que menos se les acusó fue de ambiciosos, terroristas, criminales y ladrones por quienes se sintieron afectados por sus gestas liberadoras. Tal como se sabe que incluso los grandes promotores de la “no violencia activa” tuvieron siempre que convivir y complementar sus loables esfuerzos con los que prefirieron los métodos más radicales de lucha. Como sucediera con los Ghandi, los Mandela y hasta muchos profetas y figuras morales a lo largo de toda la trayectoria humana.
La historia no les da finalmente reconocimiento a los llamados moderados y mediadores, los que habitualmente terminan arrollados por la fuerza de los acontecimientos. Incluso en el periodismo, la literatura y el arte, son finalmente enaltecidos aquellos que muestran compromiso con el porvenir. Nunca a los ponderados y autoproclamados independientes u objetivos, como suelen autodefinirse hoy en Chile algunos medios y plumarios que lo que realmente se proponen es frenar el ímpetu de la justicia, como discurrir salidas que reviertan los cambios, así sea con la violencia policial y las asonadas militares.
Treinta años el país esperó que su “clase política” le pusiera fin a la Constitución de Pinochet y echara abajo el poderoso andamiaje de leyes injustas, privilegios irritantes y corrupciones. Por el contrario, los gobernantes y parlamentos de la posdictadura terminaron encantándose con el “legado” del Dictador y emprendieron nuevos asaltos al erario público, otorgando toda suerte de privatizaciones, concesiones y oportunidades para los que vinieron del extranjero a enseñorearse en nuestra reservas mineras, acuíferas, pesqueras y forestales, además de recibir aquellas empresas públicas que los militares no alcanzaron a conceder a las transnacionales.
Sin embargo, en su desesperado estallido cupular, de pronto ahora derechistas, concertacionistas y otros proclaman que sí podría satisfacerse las demandas populares dentro de la Constitución vigente, aceptando que Chile ha vivido en un vergonzoso estado de inequidad y abusos. Hablando de la boca para afuera, por supuesto, porque en estos cuatro meses de alta tensión social no ha surgido de ellos ninguna iniciativa realmente transformadora y, por ende, pacificadora.
Pero ya es muy tarde y difícil que se les crea. Finalmente, gracias a la movilización social, tuvieron que consentir con un plebiscito y una convención constituyente, aunque con la trampa implícita de que la nueva carta fundamental tendría que requerir que todo sea aprobado por los dos tercios o más de quienes se les encomiende su aprobación y redacción. Con lo cual a lo que aspiran es a que los cambios se desbaraten y mucho se quede exactamente igual. Tuvieron, además, la pretensión de que el pueblo se calmase con esta “salida institucional”, que la furia se alejara de las calles y que los partidos y políticos profesionales pudieran recuperar el prestigio y liderazgo perdidos.
Pero no ha ocurrido así. Tal parece que el estallido social no se va a afectar con la acción de los contemporizadores, timoratos y oportunistas y su discurso del miedo. Que el levantamiento social no se conformará con promesas y soluciones a medias. Que felizmente al pueblo no le bastará que se trabaje en una nueva Constitución, sino que se ponga término a las injusticias cotidianas, el saqueo de las grandes empresas, el cohecho transversal de la política y las prácticas represivas de un nuevo gobierno que viola grave y sistemáticamente los Derechos Humanos, como se ha anota con contundencia en los informes internacionales. De allí que sea tan importante que en abril próximo votemos por un SI a una nueva Carta Magna, además de aprobar que la asamblea constituyente quede integrada totalmente por quienes resulten elegidos después por la ciudadanía, sin espacio alguno para los gobernantes y legisladores actuales vestidos con piel de oveja.
En ello podría radicar la posibilidad de que Chile tenga una Constitución impuesta por la mayoría soberana y no por los quórums tramposos predeterminados por los inventores de la ocurrencia cupular referida. Al mismo tiempo, es indispensable que continúen las protestas de quienes quieren derribar el sistema previsional, de los que se oponen a los cobros abusivos de la locomoción colectiva y el uso de nuestras carreteras, de los que buscan recuperar la iniciativa y responsabilidad del Estado en la economía, el trabajo, la salud y educación, así como para terminar con la rapacería de nuestras riquezas básicas.
La historia también nos enseña de las trágicas restauraciones, reconquistas y contrarrevoluciones, cuando la unidad de los insurgentes se deteriora, se impone el conformismo o gana el temor tan bien azuzado por las fuerzas reaccionarias. Lo que derivaría, como ha ocurrido tantas veces, en una verdadera y cruenta guerra fratricida.