En 1960 Chile fue sacudido por el terremoto más grande jamás registrado. Su magnitud fue de 9,6 grados en la escala logarítmica de Richter, que tiene un máximo de 10. El 18 de octubre de 2019, la sociedad chilena explotó como nunca antes lo había hecho, desatando la energía de la sociedad acumulada por décadas de injusticia y abuso que se resume en dos palabras: desigualdad y dignidad.

Por Fernando Ayala con la Revista Internacional de Wall Street

2019, el año más largo del siglo XXI

El 18 de octubre será marcado como el día de inicio de los cambios que nadie sabe aún cómo terminarán, pero de los cuales hay plena conciencia de que deben ser estructurales y concluir con la aprobación de una nueva Constitución, esperada desde hace casi 40 años por una parte importante de la población. Así es como los chilenos terminarán su 2019.

Estamos frente a un fenómeno inédito, que será objeto de estudio durante mucho tiempo porque el Estado fue desafiado desde el gobierno, el parlamento, los partidos políticos, los jueces, la policía y una larga lista de instituciones que han sido superadas por una gigantesca movilización popular en todas las ciudades del país. Las manifestaciones han ido de la mano de graves episodios de violencia que han incluido saqueos de tiendas y supermercados, destrucción de instalaciones públicas y privadas, quema de iglesias, 27 personas muertas, 357 con lesiones oculares de las cuales 23 han sufrido heridas o pérdida de visión, junto con abusos policiales que incluyen desnudarse y abusos sexuales. Todo esto ha sido descrito por organizaciones internacionales y chilenas como graves violaciones de los derechos humanos.

Además, docenas de policías han resultado heridos, entre ellos dos mujeres policías quemadas por bombas molotov en enfrentamientos con grupos de encapuchados que levantaban barricadas, e innumerables ataques realizados por turbas de criminales en los cuarteles de la policía en los barrios periféricos de las grandes ciudades. Después de más de dos meses de protestas, las marchas, a las que asistieron miles de personas, no han parado. Es cierto que no movilizan al millón y medio que se reunió en una de ellas durante las primeras semanas, pero no han parado. No se ha visto ni una sola bandera de los partidos políticos, sólo banderas chilenas y mapuches, pero una infinidad de consignas y frases creativas que muestran un profundo malestar para todas las autoridades, así como para el sistema político, económico y social existente.

Los sociólogos definen con el término «anomia» el desprecio por las normas, reglas sociales e instituciones de una sociedad. Eso es exactamente lo que parece haber ocurrido en amplios sectores de la población chilena, especialmente en los más jóvenes, que dejaron de respetar a los partidos políticos, los parlamentarios, las fuerzas armadas, la policía y la Iglesia Católica, entre muchos otros, cuyos índices de aprobación entre la ciudadanía han colapsado. Así lo demuestran las encuestas donde el presidente Sebastián Piñera aparece con un 13% de apoyo y un 79% de rechazo. El 85,5% dice que votará por una nueva Constitución, el 76,9% apoya al movimiento social, mientras que el 64,9% cree que las marchas deben continuar, y el 41% dice haber participado en alguna de ellas. En relación con la violencia, el 71.8% de los encuestados expresan que la violencia es una reacción a la frustración y al descontento. Las pensiones, la salud y la educación son las principales demandas, lo que no significa que no haya una larga lista de otras, lo que pone de relieve la condena de los abusos y la colusión empresarial para fijar los precios en un mercado supuestamente libre.

El camino hacia una nueva Constitución

El 26 de abril de 2020 se realizará el precepto para definir si los chilenos quieren o no una nueva Constitución. Para ello deberán responder a tres preguntas:

  • Quieren una nueva Constitución, SÍ o NO;
  • Convención Constituyente: compuesta exclusivamente por miembros de elección popular, SÍ o NO;
  • Convención Constituyente mixta: Integrada en partes iguales por miembros de elección popular y parlamentaria o parlamentaria en ejercicio, SÍ o NO.

Si se aprueba la nueva Carta Fundamental, deberá ser ratificada mediante un referéndum que pondrá fin de inmediato a la actual Constitución de 1980, redactada a puerta cerrada durante la dictadura de Pinochet. Entre las cláusulas acordadas para la aprobación del nuevo reglamento, se indica que debe contar con 2/3 de los delegados para su aprobación. El sector más duro de la derecha, que forma parte de la coalición de gobierno, ya ha dicho que votará en contra de una nueva Constitución; también se opone a la paridad de género de los constituyentes y a un porcentaje de escaños reservados para las minorías indígenas.

El apartheid social chileno

Cuando hablamos de desigualdad me refiero a la existencia de dos mundos que han convivido desde la instauración del modelo económico legado por la dictadura militar, donde desapareció el concepto de solidaridad y con él se estableció un sistema basado en el individualismo donde la educación, la salud y las pensiones están determinadas por los ingresos. Dignidad, porque las diferencias económicas y la ausencia de sistemas de salud y educación a los que todos tengan acceso por igual, han creado mundos paralelos, ciudades segregadas y con ello una especie de apartheid social. Esto se ha visto en los días de protestas, especialmente en la capital, Santiago, donde mientras en los sectores populares se levantaron barricadas y se produjeron saqueos, en los sectores acomodados muchos bares y restaurantes siguieron funcionando casi con normalidad.

Lo cierto es que esta estructura es más o menos común en América Latina y proviene de la época del colonialismo español y del surgimiento de las repúblicas independientes formadas por los descendientes de los propios españoles y los inmigrantes europeos que se impusieron a las culturas indígenas. En la estructura de la propiedad de la tierra, el monopolio del comercio y la explotación de los recursos naturales subyace a un modelo de dominación que incluye el robo de tierras y la fuerte alianza entre la minoría dominante y el capital extranjero. La dictadura de Pinochet y el establecimiento del neoliberalismo extremo terminaron con los pocos casos en los que personas de diferentes orígenes sociales pudieron reunirse, como las universidades públicas. Hoy en día siguen existiendo, pero desde 1980, junto con la privatización de las empresas, florecieron las universidades privadas, y hoy en día hay 34 instituciones con diversos niveles de calidad de educación en el mercado.

Cabe recordar que, según la OCDE, el costo anual de la educación superior en Chile es el segundo más alto -en proporción a los ingresos, obviamente- después de los Estados Unidos. Las encuestas socioeconómicas muestran que el 64% de la población chilena se define como perteneciente a la clase media -diferenciada en baja (63,1%), media (26,7%) y alta (10,2%)- con un ingreso que oscila entre 731,74 euros y 1.826,19 euros y 4.446,46 euros respectivamente, para familias de 4 personas, lo que supone un gran salto respecto a hace 30 años. En cualquier caso, los estratos medios siguen siendo muy vulnerables, temerosos de volver a caer en la pobreza en tiempos de crisis económica, y son precisamente éstos los que exigen una mayor protección al Estado.

La violencia

Con la excepción de la dictadura de Pinochet (1973-1990), nunca se vio en Chile un grado de violencia similar al observado en los últimos dos meses. Desde que Thomas Hobbes escribió el Leviatán en 1651, se consagró que es deber del Estado garantizar la seguridad de las personas, los servicios públicos y los bienes para evitar el «estado de naturaleza» o la «guerra de todos contra todos». Sin embargo, cada generación ha experimentado la violencia en mayor o menor medida y casi siempre se desarrollaron respuestas que pueden llevar tiempo, pero que llegan. La historia del mundo lo demuestra, empezando por la violencia de la esclavitud, el racismo, las consecuencias de los regímenes despóticos que han provocado revoluciones que a su vez han sido responsables de ejercer la violencia contra la población. El totalitarismo del siglo XX en Europa, los horrores del imperialismo japonés, Pol Pot en Camboya, los norteamericanos en sus guerras en Vietnam, en el Medio Oriente y en otros lugares del mundo; el apartheid sudafricano, el terror de la violencia del Estado de Israel, el fundamentalismo de los ayatolás en Irán, la vergüenza para la humanidad que supone el régimen de Arabia Saudita, la de los franceses en Argelia, el genocidio ruandés de los gobernantes hutus contra los tutsis, o la extrema violencia latinoamericana donde el Estado es el gran abusador, como ha ocurrido en todos los países de la región.

Los gobiernos, por lo tanto, son responsables del orden y la seguridad de sus ciudadanos y cuando fracasan, como en el caso chileno, la protesta social los supera. A esto se sumaron las vacilaciones y la falta de visión hasta el día de hoy del Presidente Sebastián Piñera para comprender la profundidad de las protestas y la ausencia de respuestas inmediatas en términos políticos y económicos. Recordemos que el presidente dijo por televisión que el país estaba «en guerra», por lo que ordenó a los militares que salieran a las calles. Las marchas, protestas y brotes de violencia no han desaparecido a pesar del paquete de medidas económicas que el gobierno anunció posteriormente. Todo el mundo reconoce hoy, sotto voce, que si el gobierno se abrió a un cambio en la Constitución y a renunciar a buena parte de su programa de gobierno, fue debido a las protestas masivas y la violencia que desataron varios grupos que aún no están plenamente identificados, pero se sospecha que son anarquistas, jóvenes radicalizados, narcotraficantes y delincuentes comunes que se han aprovechado de las masas en las calles.

En la larga evolución de la humanidad, la violencia siempre ha estado presente y no ha sido ajena a las grandes transformaciones sociales o, como dice el escritor español, Aníbal Malvar:

¿Violencia? Sí. Cuando un Estado entra en el país, la gente también entra. Siempre lo han hecho. Está en su derecho histórico. Es la vieja tradición de la autodefensa. Después, a veces se gana y a veces se derrota. En resumen: es Historia, colega.

En la época contemporánea, sólo las sociedades que han resuelto la relación entre el capital y el trabajo en sus inicios, la violencia hoy en día prácticamente no existe, como es el caso de los países del norte de Europa y Suecia en particular. Allí, en 1938, empresarios, trabajadores y gobierno firmaron los llamados Acuerdos de Saltsjöbodet donde se sentaron las bases del Estado de Bienestar, que favorece a todos, brinda igualdad de oportunidades, dignidad y respeto, y con ello han garantizado la paz social. Desde la Revolución Francesa hasta la actualidad vemos que la violencia no desaparece en los países por una ley o por poner más policías en las calles. Chile tiene una larga historia de asesinatos de trabajadores, especialmente durante el siglo XX, también ocurrió en democracia. Después de la imposición del modelo neoliberal extremo durante la dictadura de Pinochet y que no fue posible modificar debido a la obstinación del derecho a mantenerlo, el país está experimentando una explosión de demandas simultáneas que hacen muy difícil que los que gobiernan satisfagan a todos. Lo peor es no tener plena conciencia de la profundidad del cambio y de las condiciones que el pueblo exige y aferrarse a un modelo económico ya superado por la historia.


Fernando Ayala es economista graduado (de la Universidad de Zagreb en Croacia) y tiene una maestría en Ciencias Políticas de la Universidad Católica de Chile. Desde enero de 2020 trabaja en el Departamento de Desarrollo Estratégico de la Universidad de Chile y como consultor externo de la FAO.


Traducción del inglés por Nicolás Soto

El artículo original se puede leer aquí