Por Manuel Cabieses Donoso
Me pongo de pie, me quito el sombrero y grito a todo pulmón: ¡Viva el glorioso pueblo chileno!
Es el pueblo -en su más amplia y generosa acepción- el protagonista de la rebeldía que convirtió el 2019 en un año que pasará a la historia de las luchas sociales de nuestra patria.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y hasta los niños que hoy desbordan las calles con su protesta magnífica, son descendientes de las heroicas luchas contra la explotación y la discriminación de los siglos XIX y XX. La rebeldía que se levantó iracunda se forjó en la pampa salitrera, en el sur mapuche y campesino, en la Patagonia austral y en los puertos y ciudades de esta delgada “línea de luz” como llamó a Chile el gran Carlos Droguett.
La nuestra es una historia cuajada de matanzas y abusos que, sin embargo, jamás extirparon el furor rebelde que latía en el corazón del pueblo. 2019 pasará a la historia como ejemplo de ese coraje histórico. Es una página gloriosa escrita por millones de chilenos y chilenas. El pueblo de todas las edades y condiciones sociales, proclamó ¡basta! al sistema que lo oprime y humilla.
El laboratorio de experimentación y cuna del neoliberalismo -la más inhumana expresión del capitalismo-, se puso de pie y reclama una Asamblea Constituyente que eche los cimientos de una República democrática y participativa. El poder popular pugna por ser definitivamente reconocido como la piedra angular de la sociedad.
Existe una evidente continuidad histórica entre el 18 de octubre y el 11 de septiembre. En la perspectiva del tiempo, esas fechas se hermanarán como anverso y reverso de nuestra trágica historia.
El presidente Salvador Allende lo anunció en La Moneda en llamas: “más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. Esto es lo que hoy sucede: el hombre libre se ha echado a andar y ha convertido las calles en barricadas de la libertad.
En realidad el pueblo nunca dejó de luchar. Bajo el terrorismo de estado, hombres y mujeres entregaron sus vidas para reconquistar la libertad secuestrada por los oligarcas y asesinos con uniforme. La heroica resistencia contra el terrorismo de estado -que costó más de tres mil víctimas y decenas de miles de prisioneros torturados- forma parte de las raíces históricas de la rebeldía del pueblo chileno.
Nuestro país quiere vivir de manera diferente a la que impuso el neoliberalismo con ayuda de las bayonetas. Anhela una democracia con justicia social, una paz entre iguales, una institucionalidad -sujeta al escrutinio popular y a la revocación de sus mandatos- que haga respetar los derechos y deberes de los ciudadanos.
Resulta mezquino –y deliberadamente desorientador- calificar la protesta y rebeldía solo como un “estallido social”. Se han cumplido más de 70 días de un fenómeno social, político y cultural que desconoce a todas las instituciones del Estado. No es un “estallido”, es un proceso insurreccional que ha desfondado la institucionalidad y disipado -con un solo bufido de millones- la falsa imagen del “oasis” del conformismo y la resignación en América Latina.
Esta insurrección no tiene liderazgo reconocido ni un itinerario predeterminado. Sin embargo tiene millones de voces que señalan el rumbo del movimiento: un cambio profundo y definitivo. La demanda que globaliza el conjunto de protestas parciales es una nueva Constitución elaborada por una Asamblea Constituyente. A partir de la cual los chilenos construyamos una nueva sociedad de iguales.
Más de 27 muertos, centenares de heridos, miles de detenidos y torturados cuesta ya esta lucha. La represión policial ha dejado en claro que los carabineros de Pinochet son los mismos de Piñera.
Es iluso creer que el proceso insurreccional en marcha va a tragarse el sapo de una “Convención Constituyente” como la que ha fabricado la casta política. Lo previsible es una ola de presión de masas para que la “Convención” rompa sus ataduras y limitaciones y asuma las funciones de una Asamblea Constituyente, depositaria del poder originario.
Para el éxito de ese propósito hay que permanecer unidos tal como en el primer día de la insurrección de octubre.
Los enemigos del cambio -con la casta política a la cabeza- intentan dividir y desalentar al pueblo. Se iniciará una guerra sicológica millonaria en recursos para ganar el plebiscito del 26 de abril. La respuesta necesaria consiste en afianzar la unidad social sin sectarismos ni oportunismos. El enemigo común es la oligarquía que pretende convertir la Constituyente en una farsa más de las numerosas que registra nuestra historia.
Debemos confiar en nuestras propias fuerzas. Tenemos el orgullo de pertenecer a un pueblo valiente y rebelde que no permitirá que se vuelva a bloquear su derecho a vivir en una sociedad gobernada por la justicia social, las libertades públicas y los derechos humanos.
A la Asamblea Constituyente corresponde echar las bases de esa sociedad que la esperanza del pueblo mantiene viva desde hace más de un siglo.